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Alicia Leisse
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Clínica de la Adolescencia: nuevos escenarios, nuevas resignificaciones

​Trabajo  a ser presentado en el marco de la Jornada ILaP Ecuador,  Octubre 2015
                                                                             

Comienzo esta presentación de cara al pasado y al presente. Pienso que viene del rigor psicoanalítico. Siempre interesa  indagar en el pasado, no ya para discurrir en un escenario  dejado atrás; sí para descubrir su profunda mella en el devenir presente que cada sujeto recorre protagonista más asumido de la historia que continua.

En la década de los 80, nos visitaron analistas del hemisferio sur, trayendo  sus concepciones  psicoanalíticas  en la dirección de lo que hace al adolescente y su mundo psíquico; aportes teóricos y clínicos muy apreciados en un medio nacional donde lo psicodinámico prendía vigor. De esas épocas recuerdo los teorizadores de algunos pensadores entre los que me viene a la memoria  Mauricio Knobel y Arminda Aberastury (1977) con su atinada conceptualización: “El síndrome normal de la adolescencia”. Ellos delinearon  desde la clínica psicoanalítica un certero retrato de  ese tramo único, especifico que hace a la adolescencia.  Destaco de aquellos aportes,  el efecto de duelo que recoge la pérdida del cuerpo infantil, la caída de la figura idealizada de los padres con la consecuente movilización identificatoria, la irrupción de la sexualidad que empuja la exogamia y cambia los referentes  buscados en los pares, para citar algunos centrales en las ideas que me ocupan.  

No poco es lo que se ha escrito sobre adolescencia. Me detengo en  algunas ideas relevantes para  aproximar su dinámica psíquica y  pensar la terapéutica, haciéndole sitio a  la clínica en el contexto del devenir social que acontece y el impacto especifico que tiene.

Desde lo social: La gesta de un padecimiento

Hacerse sujeto en el entramado de la relación con los padres y desde el contexto social que interviene es un eje central para  la gesta psíquica. Desde la escucha analítica, se abren interrogantes por un ser  en movimiento, sacudido por el impacto de un entorno social de creciente complejidad.  La puesta en escena y la puesta en sentido de los orígenes que nos mostró Aulagnier (1986) se da a partir de un otro que anticipa al sujeto que deviene. Es lo que asoma  en la irrupción del sacudón adolescente; pero no como una repetición, ni una evolución. Es el corte con un tránsito anterior infantil para rediseñar un presente, lo que comporta una reestructuración psíquica y una modificación del lugar del joven en su marco familiar y en el grupo  en el que se inserta.  


Hace un tiempo discurríamos sobre la diversidad familiar y social que habita el mundo contemporáneo: Decíamos: “Desde el ruido creciente que hace el escenario social que habitamos, hoy insistimos que la articulación psíquica  tiene que ver, no solo con los efectos subjetivantes que asumen los padres; la mirada se detiene en los significantes sociales que aporta el exterior para englobar ese otro preñado de presencia no materializado en la figura única de los progenitores.  Leisse[3] (2015)

La pregunta por los  entornos sociales en los que se perfila el transito adolescente  asoma  telones de fondo con sufrimiento social creciente evidente en niveles de pobreza crítica, abuso sexual, embarazo precoz, abortos, adicciones, diversas formas de explotación,  maltrato o  violencia,  “en un contexto histórico que en la actualidad es el de profundización de la desigualdad asociada con la economía de mercado, en alguno de nuestros países se ha convertido en economía dirigida[4] con sus efectos de desocupación, exclusión social y apología del eficientismo individualista”, Zukerfeld y Zukerfeld (2004). El adolescente, enmarcado en un padecimiento psíquico inherente a su proceso de redefinición yoíca, sufre de lo que hoy recogemos como padecimiento social. Apenas unos pocos alcanzan a llegar a nuestros divanes. Nos conminan a salir de ellos para atender problemáticas crecientemente críticas, como también a considerar nuestras herramientas técnicas.

Ver al adolescente más de cerca, invita también a revisitar el escenario en el que se muestra.  El terreno social, padres de por medio, es el espacio en el que se ensambla un entretejido psíquico en remodelación. Me refiero a la condición psíquica del joven en proceso de trasformación toda vez que deja atrás el mundo infantil  para encarar  cambios y adquisiciones que redundan en otra identidad, podemos llamarla una neo identidad; es otro diferente de aquel niño anterior. Esta suerte de segundo nacimiento, parafraseando a Rousseau (1762) es central para el púber al representar su introducción al mundo adulto. Se trata de un período de mutación que lo sacude porque pierde lo que era. Alguien lo ha descrito como la adquisición de otra concha quedando así expuesto y vulnerable al perder la anterior. Asi lo muestra Rolando, joven de 15 años que vive fuera de su país hace unos pocos años: “Lo que más me afecta es que no siento nada, no le veo importancia a casi nada. Mi apariencia si me importa mucho,  pero la experiencia de las emociones no las tengo, tengo poca motivación, estoy fallando en todas las materias de mi escuela desde hace ya año y medio, no siento felicidad, solo frustración y enojo”…

Las defensas frente a la desorganización por el incremento pulsional sexual y agresivo, se derraman en el cuerpo y en la acción. Se desbordan las hormonas, oímos decir; y en estas condiciones, queda más que expuesto Lo que naturalmente sucede en tanto se movilizan fallas narcisisticas pendientes relativas a la conformación del sí mismo, o  los duelos  por las pérdidas que se suceden, o la angustiosa vivencia frente a  lo que cambia queda subrayada  frente a un medio deprivador.  El adolescente no solo  enfrenta  figuras parentales  naturalmente cuestionadas; asoman fracturadas en tanto abusivas  en el uso del poder, en posturas que se hacen imposturas en la asunción de valores, en portadoras de mensajes contrapuestos que se erigen en ley   asumida en sus propios términos. La idealización infantil se trueca ya no  en desilusión necesaria,  sino en decepción irrevocable. “Yo creo que mi papa es bipolar, él es controlador, amenaza, insulta, es muy cerrado, su frase conmigo es “deja de ser pendejo”, todo lo resuelve diciéndome “yo te mantengo, tu no haces nada…” él quiero tener el control de todo y cuando no tiene razón, te insulta, siempre me dice “sin mí no eres nada”…

El referente grupal, imprescindible para su reconocimiento, se hará “pacto de sangre”; no importa los compromisos que ello acarree. Pasa a ser la nueva referencia, el nuevo ideal; allí se llena el vacío. El amigo, insustituible, es portador de identificaciones.  Anclajes narcisísticos y edípicos, articuladores del sujeto, parecen sueltos.  “El vínculo infantil endogámico se halla en transición hacia un vínculo con el mundo exogámico” Aryan (1991). En una suerte de sincronía, los padres se arman reactivamente defendiendo a ultranza la ley que prohíbe y pontifica sin caer en cuenta que los profundos cambios del joven suponen intensas movilizaciones que los alcanzan de manera particular. El cambio del púber arrastra consigo a los padres, quiéranlo o no, sépanlo o no;  de ello tratan  los enfrentamientos que no tardan en aparecer.

Tres perspectivas:

Cuerpo y sexualidad.
Desde el comienzo, se advierte la exacerbación del lenguaje del cuerpo en tanto es el escenario de cambios físicos  indetenibles que lo asoman como un objeto al que corresponde ser representado en sus modificaciones.  Dice Maria Hernandez (2002): “El cuerpo del púber se hace notar, hace ruido, mucho ruido…, necesita ser re investido y en el significado narcisista que adquiere el cuerpo va a ser relevante el reconocimiento o rechazo de los iguales”;  pero también de los padres, agrego; aun desde la dimensión ambivalente en la que son vistos. Dice Rolando: “Mi problema fue porque empecé a cambiar. Mi apariencia física cambio, ya no era el centro de atracción. No me veo para nada atractivo aunque las chamas me quieren conocer y tengo amigas que me dicen que soy guapo, pero yo no me lo creo…” Los efectos profundos que  suceden en el muchacho tienen que ver con su sexualidad ya no referida a aquellas figuras de amor infantil, como es la sexualidad dentro de los linderos edípicos. Es hacerse cargo de su propio cuerpo al tiempo que se abre a una nueva forma de simbolización. Se trata de asumir su deseo, diferente al que los padres tienen para con él. El adolescente diseña sus propias escogencias  Es el punto de partida, sea que advirtamos primero el anuncio corporal o el movimiento psíquico. En los padres se gesta la respuesta ambivalente porque la resistencia y la bienvenida a la novedad puberal van de la mano.

Rebeca, es una  de las  3 jóvenes entre los 16 y los 18 que recibí en dos años. La trajeron  a la consulta en el medio de un episodio familiar que levantaba viejos problemas  conocidos y otros ignorados, como suele ocurrir. Las otras dos, Mireya y Belkis, venían por decisión propia. Ella era inculpada por mostrar  una sexualidad desbordada en un  ambiente familiar procurador de la  endogamia. Mireya estaba inmersa en conductas desafiantes que desataba una guerra sin cuartel, mientras que Belkis oscilaba en encierros donde cortaba toda comunicación con consumos de alcohol incontrolados cuando salía con sus amigos.  Todas venían con  síntomas que advertían  el escenario del conflicto: el rendimiento estudiantil fallido o la evitación fóbica exacerbada o el ánimo crecientemente depresivo.

Es apenas un boceto que recoge que el escenario adolescente está listo para el desborde  de la conflictiva  que aflora  y se derrama  en  las dificultades que se arrastran: desacuerdos en la pareja de los padres, insuficiencia en la valoración narcisista. La teoría psicoanalítica subraya la movilización en el joven de los afectos complejos  que se dan con los padres dentro de la triangulación edípica. Señala también la búsqueda de la exogamia ante el horror por la consumación del incesto.  Si bien advierte que se trata de una búsqueda fuera de la represión, no la entiendo únicamente desde esta óptica.  Es evidente el cambio que se ha operado desde aquel niño enamorado de su madre a éste burlón y despectivo. Su marco de elección no está en la casa; la vieja aspiración amorosa centrada en los padres es cosa del pasado.  Allí está el erotismo, la sensualidad y sobre todo, la posibilidad real de que se haga acto; lo que da un nuevo significado a sus vínculos. En los padres hay una tendencia a rechazar cualquier tipo de angustia, ignorando qué los puede involucrar con la sexualidad del hijo. Se trata de una época que han olvidado en la  que se reactiva la propia conflictiva edípica  que los convierte en  espectadores  desconcertados ante la irrupción sexual que contemplan. No caen en cuenta que prohíben la exogamia y se ofrecen como objeto de deseo Nin (2004), ignorando la incursión sexual de sus hijos porque los primeros pasos suceden  en su mundo imaginario.  La respuesta de los padres de una u otra manera referirá a la propia vivencia de una sexualidad admitida, prohibida o ignorada, pudiendo mostrarse sordos ante los planteamientos que les dirigen. Pareciera que desde su propio pasaje por aquella época reprimida no dejan de estar en deuda ante la sostenida impericia para tratar con el joven. Dice el padre: “Yo crecí en un hogar donde mi papá nos permitió hacer lo que nos daba la gana…no voy a permitir que ese mocoso haga lo que le dé la gana… por ser criado de esa manera yo desperdicie mucho tiempo de mi juventud haciendo idioteces y veo que Rolando hace lo mismo, no se lo voy a permitir, está metido de lleno con esa narco cultura y se la pasa oyendo los rap de estos tipos mafiosos., ¿ por qué ha tenido que ver eso?, le viene a gustar lo peor…” El choque generacional convoca  una suerte de reiteración del desencuentro. El lente recoge una mirada que los “aniña”, desconociendo la desvalorización implícita que desdeña la palabra del joven por rebelde y altisonante. Podrían también tomar otro camino identificándose o aun confundiéndose con la adolescencia del hijo, incitando aventuras por nostalgias irresueltas o experiencias fallidas. Tampoco es infrecuente el clima racionalizador para abundar en explicaciones que abruman al joven, que armado con su escudo defensivo, rechaza al que se acerca a sus nuevos espacios. Redunda el desconocimiento,  de qué se trata su cambio, qué pasa en su cuerpo, en su cabeza, en sus afectos, en su sexualidad, en sus interrogantes. Y ese desconocimiento se actúa desde un saber equivocado e intrusivo, casi siempre.

La nueva subjetivación

En las ideas que venimos planteando la novedad apunta por una parte a una realidad social que se maneja con otros paradigmas; por la otra, con eso inherente al estreno de nuevas vestimentas psíquicas. 

Consideremos los efectos de una globalización que acerca regiones distantes que se mueven con culturas muy específicas. La cercanía desdibuja las diferencias a la vez que tiene un efecto. El joven se hace un igual entre seres tan disimiles. El salto de una información directa y mediata empuja el cambio; las redes sociales abren fronteras pero la inmediatez marca la forma de comunicación. Se elude la falta; se la desmiente  en tanto dificultad de lidiar con lo que no se tiene, con lo que no se es; puntales de castración ineludibles para la redefinición de una identidad - identificación: quien se es y quien se quiere ser. El deseo se esgrime sin límites ni limitaciones; las opciones de elección sexual se abren al campo de la diversidad ensanchando la gratificación erótica con nuevos códigos. Mientras, la especificidad del lenguaje cibernético como ruta prevalente de intercambio  asoma un  imaginario,  suerte de refugio especular  que limita la fantasía  procuradora de  vías de simbolización. La palabra que interroga es eludida o pospuesta.  La soledad del joven se dimensiona en un ambiente que tampoco lo  piensa; lo utiliza. Son fenómenos específicos que atañen  al colectivo social, agentes también de subjetivación del sujeto. En este contexto, destaco un trabajo central de este tiempo: el  proceso psíquico de puesta en historia y puesta en memoria, apelando a los registros de la infancia que aporta el “fondo de memoria”, fundamental para construir un futuro. Recoge un equipaje para proveerse de un lugar, desde el que se inviste el presente y se encara el futuro.  El adolescente es un sujeto solo en un cuerpo que irrumpe preñado de fuerzas pulsionales eróticas y destructivas, que pulsan por deseos inéditos propios, ajenos a los deseos de los padres y de un colectivo social que lo desconoce y le exige, que lo conmina y lo abandona. En Rolando, el cuerpo sufriente da cuenta  de  una imagen deficitada  y mal calificada por el padre La creación de la propia historia implica un pasaje de firma del yo parental a la construcción de la propia biografía.

La asunción de la identidad sexual lleva al adolescente a redefinir su deseo, lo que produce un impacto narcisístico inevitable en los padres. Estos dejan de ser el centro de amor y admiración para ocupar el lugar casi opuesto. Los ideales infantiles caen y el joven buscara nuevos sentidos a sus relaciones. Aryan, autor citado,  destaca las nuevas subjetivaciones que se producen en el adolescente. Es un ángulo que reviste enorme importancia en tanto apunta a la  revisión del proyecto de historización y la relevancia de su respuesta en función de la trama vincular a la que pertenece. Se reordenan las identificaciones y las desidentificaciones, dando lugar a lo que en  él se constituye tanto como lo que desde él constituye a otros. El inicio del acercamiento que prueba el adolescente es el amigo íntimo portador ahora del afecto, con frecuencia teñido de erotismo, que antes dirigía a los padres. Es encontrarse con otro yo con quien vivencia sus difíciles delimitaciones y con quien mantiene una especial dependencia. Mientras tanto, el padre es espectador irritado de cómo es puesto a un lado confrontado por un hijo que lo saca de su escena. Si las gratificaciones están centradas en éste por déficit en la propia sexualidad, o en otras áreas de su realización personal, el problema se hace mayor. Pueden no aceptar la desaparición del cuerpo infantil  o del ideal que antes ocupaban. Quizá suene un tanto osado afirmar que la movilización triangular ha sufrido un salto. Ahora son los padres los que contemplan excluidos los nuevos movimientos de su hijo. Margaret Mead (1901-1978) antropóloga  estudiosa de la adolescencia en Samoa,  reproduce el siguiente diálogo imaginario: 

“¿Sabes una cosa?, dice el adulto, yo he sido joven y tú nunca has sido viejo”.  La respuesta no se hace esperar: “Tú nunca has sido joven en el mundo en que yo lo soy y jamás podrás serlo”. Una diferencia que marca el momento vital del adolescente y sus padres advierte que el primero está en pleno empuje pulsional. La identificación, el ideal, la relación con el grupo son sus banderas. Los adultos, en plena edad media de la vida tienen cuestionamientos más tomados por la desilusión, la limitación de la producción fértil, la angustia frente a la muerte, lo que muestra dos generaciones inevitablemente ubicadas en bandos distintos.

El poder y su lugarteniente: la violencia

Un elemento de la conformación fálica del joven y de su reubicación en la constelación edípica llama a considerar la presencia del poder. Íntimamente ligado a la valoración narcisística, el adolescente busca casi con urgencia un poder para sostener su recién estrenada identidad. De manera casi dramática, se arman con defensas maniacas donde todo es posible. Es la vía para contrarrestar las vivencias de castración que acechan  en relación a la aceptación y el deseo. Esta búsqueda supone destronar el poder que el adulto tenía sobre él, aunque todavía no en forma definitiva. “Lo que más me gustaría es ser político por el poder que tienen esos tipos, solo por eso, por el poder…Si me preguntas que quiero ser, te diría que primero político, luego futbolista y después piloto (oficio del padre). Para ser político no tengo que estudiar, solo con palancas tu llegas al poder, pero si has estudiado a gente no habla tan mal de ti. Yo me fijo ahora en lo que está saliendo de la misma sociedad, por eso es que veo los videos de la narco cultura  me atraen tanto esos tipos que solo con trampas llegan a tener tanto poder”. Quiere disponer de su cuerpo, de su deseo y de su elección en tanto se trata de posesiones que le pertenecen. Apropiación que se hace evidente en el derecho de hacer con su cuerpo, con la vestimenta, o su apariencia,  lo que considere. Los piercing o tatuajes son una expresión identificatoria propia desafiante que recoge el  forcejeo que se da entre seguir esperando de los padres o prescindir de ellos. El amor y el odio se radicalizan porque cuestionar la ley del padre es la condición para encontrar el propio deseo, al tiempo que el poder adulto le es negado a quien se va haciendo su igual.  La disolución de los lazos familiares de la infancia es un necesario; de allí que el hijo busque cortar o provoque el corte, no sin violencia. Pero el proceso de desprendimiento puede complicarse cuando el adolescente se queda trabado en el duelo que viven los padres, atrapado en la fantasía de causarles daño.  

Esto nos conduce a un tema central en el escenario que puebla el adolescente: la violencia en su conjugación psíquica y social: ambas a la vez. Los estudios sobre violencia revelan que los seres humanos cuentan con un potencial  creativo y destructivo en todos los planos psíquicos y físicos, al tiempo que  la fuerza  formara parte de todos los sistemas de dominación. La violencia asoma como un referente.  Se hace una forma de vida.

Afirma Freud (1920), que la agresividad produce un alto grado de goce narcisista porque satisface un deseo primitivo e infantil  de omnipotencia y dominio. Lo primitivo refiere aquí a la prioridad que tiene llenar una necesidad particular pendiente de cada sujeto en las experiencias tempranas e infantiles, como en  aquellos otros escenarios límites  ya vividos: indigencia material y pobreza psíquica, Rodríguez Rabanal (1989).
Hermano[5], película venezolana dirigida por Marcel Rasquin (2010) plantea un  argumento que da cuenta de las ideas de lo que la violencia social representa en su valoración diversa. “En un país dónde el deporte predominante es el béisbol, dos hermanos, Daniel y Julio,  luchan por salir adelante a través de su deporte favorito, el fútbol, mientras viven el día a día en medio de la violencia y la pobreza en un peligroso barrio de Caracas. Daniel es un delantero excepcional, un fenómeno con el balón. Julio el mayor, es el capitán de su equipo, un líder nato. Son hermanos de crianza”. Daniel es rescatado de un pipote de basura donde fue abandonado. Recogido por Maruja, madre de Julio, crece con el firme  deseo de jugar a nivel profesional.  Julio mantiene a la familia con dinero sucio: no tiene tiempo de soñar. La oportunidad de sus vidas llega cuando un cazatalentos los invita a unas pruebas en el famoso equipo de la ciudad: el Caracas Fútbol Club”, oferta que hace posible un  camino de salida a una realidad difícil. “Pero una tragedia golpea a la familia, la madre de ambos, muere en una balacera. Es cuando ambos deben decidir definitivamente que es más importante para ellos: la unión de la familia, la venganza, o alcanzar el sueño de sus vidas”.
 El film destaca la figura de la familia, construcción referencial sustituta conformada por un líder jefe que dictamina  y distribuye poder entre sus reclutados, adolescentes en su mayoría,  exigiendo acciones  a la vez que da prebendas. Una suerte de neo formación que da pertenencia y lugar, siempre y cuando se sigan las leyes que allí aplican. Es así como la vieja afirmación que el transgresor social no tiene superyó, no hace eco en la realidad de una organización social cuya bandera central es la pobreza y la privación emocional o psíquica. El sujeto busca un referente y si no lo tiene en unos padres abandonantes o en cualquiera de los terrenos que constituyen la fuente de necesidades y demandas, el deseo girará  a esa posesión de poder radical, de reivindicación destructiva que a modo de boomerang detona el daño en vías donde la reparación apenas asoma. Para Freud, la violencia es parte de la condición humana en una suerte de disposición que se pone en movimiento desde el mismo nacimiento. La vida conmina que el pequeño ser encare respuestas que le suponen enormes montos de perturbación, angustia y displacer en condiciones de dependencia durante un largo período. Además, los suministros provendrán de sujetos siempre atravesados por el conflicto. Por supuesto, que las variantes existen y el efecto de respuestas suficientemente  buenas o  predominantemente  ausentes, hacen peso a la hora de teñir con mayor o menor color destructivo.
La banda o pandilla, figura protagónica de los barrios populares de nuestras ciudades,  liga al grupo con un intenso vínculo emocional,  dando lugar a algo que se experimenta como una poderosa identidad en torno a un líder  que hace olvidar la fragilidad de las identidades individuales que la componen. A través del proceso de identificación proyectiva o de una vivencia de identidad común, cada miembro individual es capaz de negar inconscientemente su sensación de impotencia en un sentimiento compartido  de poder y masculinidad.  Estos lazos eróticos de meta inhibida, ligan a los miembros de la banda en dos direcciones. Explican el odio por quienes son percibidos  como “los de fuera” y las cadenas de amor y lealtad que unen a “los de dentro” en el afecto y cooperación. Enfoque freudiano del 1921 que muestra una mirada psicoanalítica a la organización social desde los movimientos psíquicos que hacen a los sujetos en sus vínculos con los otros. El odio que brilla entre rivales pandilleros o entre contrarios en la cancha, muestra el narcisismo en tanto definición del sí mismo donde se juega la vida para ser;  cobrando proporciones absolutas cuando ha sido tocado un blanco del bando propio con el consecuente saldo destructivo.  
El grupo social es un referente para todo ser humano, pero cobra relevancia central en la adolescencia. Haya o no padres, será el lugar privilegiado en el que un joven pone sus ideales y expectativas. Si las identificaciones son fuertes, lo que deriva del grupo  puede ser una suerte de tránsito en el ritual de pasaje que camina;  pero en todo caso, es allí donde las carencias pretenden ser subsanadas. El film Hermano, registra en su dramática una presencia casi regular de tantos hogares: la ausencia de padre y/o de la figura paterna, tercero fundamental en lo que hace al vínculo. No hay la distribución tríadica generacional para procurar la identificación, la referencia, el aprovisionamiento; así que se inventa donde sea;  bastará una dadiva, una promesa de valía. La falta de afirmación yoíca queda ubicada en la desconfianza o en la conducta intimidatoria  para paliar los sentimientos de insuficiencia. Y así la vida es concebida en términos de vencer o ser vencido.  Wilfred Bion (1962) sugiere que solamente aquellos de nosotros que hayan sufrido tempranas privaciones  necesitan evacuar al mundo exterior su sentimiento de violación por malas experiencias; de modo que  siendo adultos, las experiencias dolorosas que nunca han podido ser simbolizadas  o pensadas se expresan en acciones destructivas.
Los modos de representación de las situaciones extremas en que viven estos jóvenes  son salidas precarias y  pasajeras. Las  condiciones de vida de  carencia sostenida  afectan la organización psíquica del sujeto en términos de  pobreza psíquica, lo que Rodríguez Rabanal (1989) desarrollara en su libro “Cicatrices de la Pobreza”, al señalar como el individuo se forja  estructuras yoícas con restricciones en el código lingüístico y en la capacidad de simbolización. El efecto de lo no simbolizable  toma el comando en el devenir del cuerpo social y de los individuos que lo componen y a las fuertes sensaciones de inermidad se le suman un terror sin nombre: lo catastrófico resulta siniestramente naturalizado. Contextos sociales signados por la pobreza y traumas diversos son el caldo de cultivo de las así llamadas estrategias de supervivencia.  Sobrevivir en esas realidades significa no poder asumir la sobrecarga de tensión psíquica que ello implica. Se trunca una vida articulada al orden de la elección, de lo que se quiere, de lo que se construye como proyecto.
Pensando la terapéutica
Considerar el  proceso adolescente, convoca al psicoanalista a reinventar  herramientas en procura de nuevos  abordajes. Partiendo de los referentes que sostienen un encuadre diseñado para que “el inconsciente se haga palabra”: la transferencia, el asociar libre, o la escucha neutra tanto como  la  atención flotante, destaco la relevancia del dialogo analítico. Asociar libremente no se circunscribe a la palabra; más aún, cuando faltan o se hacen torpes.  Se le hace sitio por vías diversas: dibujos, mensajes de textos, correos electrónicos, YouTube dentro de la línea actual de la comunicación cibernética; juegos,  música o libros, abriendo puertas a la ocurrencia y al  hilván asociativo. Que el analista disponga de un escenario creativo es condición sine qua non para la puesta en escena de la trama del joven.  Adhiero la aproximación  de Aryan, cuando señala que accedemos…“a un espacio abierto a múltiples actos, discursos verbales, gestuales y corporales que pueden surgir; a veces como escenificaciones otras como actuaciones, “acting out”,  que en el límite del análisis nos reclaman comprensión e interpretación” La palabra del terapeuta convoca un nuevo lenguaje que sitúe y resignifique. Pensarse es una tarea pendiente para armar una narrativa propia, no la narrativa de otro y ello ocurre a través de la palabra, suministro preconsciente para la mentalización; término que da cuenta de la  representación psíquica. El analista tendrá que crear un espacio de figurabilidad para eso nuevo  psíquico y somático, así como atender la realidad social generadora de efectos disruptivos en dos grandes aspectos del yo: la auto conservación y la auto preservación.
El lenguaje que ocupa al par adolescente y terapeuta  comporta  un discurso que hay que ir armando. Faltan las palabras en tanto el adolescente confronta dificultades para la simbolización por el trabajo que conlleva  representar lo que ahora es también novedad en su sexualidad, identificaciones, relación con otros; a menudo con derivaciones que se derraman en el cuerpo y en acciones directas en las que no media el pensamiento. Esta acción vista a menudo como disruptiva y transgresora, expresión también de su mundo de fantasía, distrae la atención para ese otro discurso inconsciente. Consideramos así mismo, eso particular que comporta encarar un tratamiento en el que intervienen tres: el paciente, y los padres,  telón de fondo edípico desde la escena de lo real. Los padres  demandan y autorizan el tratamiento además de asumir los cargos económicos, lo que les confiere   un poder del que el analista debe rescatarse. Pero es innegable que son partes de la trama y dejar algún espacio de apertura alivia la rivalidad exacerbada tanto como el sentimiento de exclusión. Sumarlos como aliados allana un camino necesariamente abrupto.

Con el adolescente, el escenario convoca  confidencia tanto como  cierta complicidad. Jugadas no fáciles cuando nuestro joven interlocutor hace de las suyas al tiempo que se despliega una  transferencia  cargada con  afectos de alto volumen  y movilizaciones que suponen los sufrimientos  que hacen a su cotidiano.

El encuadre es móvil, por no decir de difícil predicción. Interrumpen los padres o sorprende un amigo, viene una novia  o aún el perro. De ser confidente, el analista pasa a ser fuente de incriminaciones, de suspicacia o aburrimiento. El efecto de contratransferencia es a menudo de disrupción;  la escucha se hace atenta. Pero sobre todo, conmina  una suerte de postura que más que neutra llamaría dispuesta.  Transitar por escenarios creativos da lugar a que surja ese nuevo sujeto del inconsciente que estrena identidad.

Referencias bibliográficas

Aberastury, y Knobel, M.: (1971) La adolescencia normal. Buenos Aires: Paidós

Aryan, A.: (1991) Clínica y práctica psicoanalítica con púberes y adolescentes www.controversiasonline.org.ar/images/stories/PDF/Aryan.pdf

Aulagnier, P.: (1994)  Un intérprete en busca de sentido. México: siglo veintiuno editores

Carneiro Leâo, I.: (1985) Libro Anual de  Psicoanálisis 1986. Lima: 1987, págs. 159-168

Freud, S.: (1920)  Más allá del principio del placer. Buenos Aires: Amorrortu XVIII, 1979.
_____       (1923)  Psicología de las masas y análisis del yo. Ob. cit.

Hernandez, M.: (2002) El cuerpo adolescente EN Clínica psicoanalítica con adolescentes. Sus vicisitudes.www.biblioteca nueva.es

Martinez, M.F. (2014) comunicación personal.

Minsky, R.: (2000) Las raíces inconscientes de la violencia EN Psicoanálisis y Cultura. Madrid: Cátedra.
Nin, A.: (2004)  -Algunas peculiaridades en el tratamiento psicoanalítico de pacientes adolescentes. Montevideo: Revista Uruguaya de Psicoanalisis 2004; 99: 153 – 168.

Paz, C y Olmos de Paz, T.: (1990) Adolescencia y patología borderline. Libro Anual de Psicoanálisis 1991. Lima: 1992, págs. 1-16.

Rodriguez R, C.: (1989)  Cicatrices de la Pobreza. Caracas: Nueva Sociedad.
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Zukerfeld, R. y Zukerfeld, R. Procesos terciarios. Revista Latinoamericana de Psicoanalisis. Vol. 6, 2004
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