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Alicia Leisse
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El discurso analítico en el tratamiento de niños

​El tema del análisis de niños me trae de regreso de una actividad en la que me inicié unos cuantos años atrás. Venía de una formación teórica, clínica y técnica dentro de los fundamentos psicoanalíticos y desde allí comencé a pensar en un abordaje psicoterapéutico más viable para los niños que acuden a nuestros consultorios, ya sean hospitalarios o privados. No es mi intención discurrir en lo que define al análisis infantil, como lo llamó su iniciadora M. Klein, ni marcar qué lo diferencia de la psicoterapia. Prefiero centrar mis reflexiones en ciertos ángulos del trabajo clínico haciendo énfasis en lo que refiere al discurso con el que un niño y su analista se encuentran.

Un adulto, dentro o fuera del hogar, recoge de un niño algo que no anda bien y que durante un buen número de años estará en lo que comporta su vida inmediata, el sueño, el apetito, el cuerpo, su conexión con el mundo, las pérdidas, su respuesta escolar. Dice con el rodeo sintomático que necesita ser atendido y lo hace a través de un intermediario, condición ésta muy particular. La representación de este intermediario al que llamo un otro está imaginarizada en el adulto que se trata, puesto que la relación se da entre el paciente y su terapeuta, el tercero está aludido o supuesto. Con el niño esta representación tiene un telón real, hay un otro que decide, que trae, que paga, que  interfiere. Desmontar esa presencia real y digo desmontar, no obviarla, supone dos niveles de encuentro: la inclusión desde el principio de los padres, representantes reales de lo que acompañará al trabajo terapéutico y el rescate del niño de esa relación real para acceder al mundo fantaseado, ventana que da cuenta de su realidad psíquica. La fantasía recoge, no sólo el deseo en su incesante aspiración a satisfacerse, sino el vasto campo de las angustias bien sea ligadas a la castración, a la pérdida, al derrumbe, porque, aunque emparentadas, hay la tentación de confundirlas o de igualarlas. No es lo mismo que un niño padezca ante la inminente separación de sus padres, que el tinte angustioso que las vivencias edípicas le acarrea, o que tenga que enfrentar ambos hechos juntos.

La relación que se da entre el niño y su analista permite reproducir y significar lo que ha incidido en una experiencia traumática por un acontecimiento vivido o por la deneg0ación del deseo que busca satisfacerse. Esto hace presencia en el lenguaje de los síntomas, punto de partida del discurso que se establece entre ambos. Estamos habituados a pensar en la palabra como el discurso que intercambian el paciente y el terapeuta. Pero en el caso de un niño y particularmente de un niño pequeño, es a través del juego, significativo de su organización psíquica, que ocurre dicho intercambio. Cuando digo juego me refiero a la construcción de secuencias lúdicas, al dibujo. a la dramatización. Ciertamente el niño habla. De hecho, progresivamente va incorporando en su juego más palabras y con el pasar de los años irá sustituyendo el juego por el lenguaje hablado. Se ha llegado a afirmar que la mejoría del niño supone una mayor posibilidad de utilizar palabras. Claro está, éste es un criterio a considerar sin desconocer la edad.

La representación simbólica que el niño hace en el juego y lo que su analista le explicita, introduce en su conciencia algo que hasta entonces estaba apartado de la misma, reprimido o disociado, pero el acceso a la palabra no resulta tan solo de este proceso y, como tantas otras cosas, no puede desligarse de lo que son sus adquisiciones evolutivas. La palabra del niño acompaña al juego dando cuenta de lo que está representando y elaborando. Este discurso es significado por el analista. No hay una vía única de comprender psicoanalíticamente el discurso lúdico, siendo igualmente diversas las formas de abordarlo. Desde observar y comunicar el significado inconsciente que el niño muestra en su juego, o participar activamente en las personificaciones que el paciente le adjudica, hablándole desde ese lugar, o pidiendo comentarios y asociaciones al material que despliega. El bagaje teórico y el enfoque clínico diferencian distintos modos de aproximación. M. Klein, por ejemplo, entiende el juego de manera similar al sueño con la condensación y el desplazamiento como mecanismos que participan en forma central. 

Quiero subrayar, que si bien el material que ofrece el discurso de un niño en una sesión corresponde a lo que expresa en forma simbólica, hay que considerar que no siempre ello ocurre, de la misma manera que el discurso de un paciente adulto puede moverse en el círculo de la charla vacua o de la descarga catártica y tener verdaderas dificultades para asociar, entendiendo la libre asociación como la vía por la que el inconsciente se hace escuchar. Es así como un terapeuta recoge no sólo el contenido del discurso, lo que irá registrando en el trabajo psicoterapéutico, sino el nivel posible de dicho discurso y más aún, si las interferencias en el mismo obedecen o no a limitaciones funcionales que comporta el desarrollo cognoscitivo. Sin extenderme en estos puntos, me refiero a los procesos de pensamiento, de percepción, de lenguaje entre otros. Suele interpretarse erróneamente que el tratamiento analítico revierte las disfunciones particulares de las mencionadas funciones. Si bien hace efecto en lo que refiere al conflicto, es innegable que se puede requerir de otras intervenciones más allá de la pretensión de un enfoque unilateral del que se esperan resultados absolutos. La conflictiva por la que atraviesa un niño puede comprometer su integración, bloquear la comunicación, distorsionar su juicio. Nos encontramos también con inhibiciones, rechazos, bloqueos, disminución de la actividad fantaseada. En cada caso hay que precisar qué otros factores pudieran estar incidiendo porque lo contrario puede conducir a una suerte de psicologismo. Voy a presentar dos materiales clínicos que recogen discursos y formas de abordaje diferentes con dos niños de corta edad.

Un día me llamó la madre de Francisco advirtiéndome que era muy urgente que atendiera a su hijo de tres años porque no podía evacuar. Pasaban los días, le ponían enemas, le daban laxantes y entre llanto y dolores de estómago, la dificultad aumentaba. El pediatra, después de intentar diversos tratamientos, sugirió que a Francisco "le ocurría algo en lo emocional". Los padres acudieron juntos a la consulta muy angustiados manifestando que ellos estaban en trámites de divorcio. La madre recibía ayuda terapéutica. El padre se mostraba ajeno y un poco reticente, pero el empeoramiento del cuadro de su hijo lo decidió a venir. El tiempo que vivió en el hogar fue muy corto porque cursaba estudios en otra ciudad. El niño durmió siempre en el cuarto de sus padres y el último tiempo se pasaba a la cama de aquellos. Inicialmente retraído y un poco temeroso de quedarse conmigo a solas, rápidamente estableció una relación cercana. Se expresaba con un lenguaje fluido y era muy vivaz. Era llamativo ver aquel catirito que no alcanzaba con sus piernas al piso, entregarse durante el tiempo que duraba la sesión a un juego recurrente. Escogía de su caja de juegos siempre los mismos materiales: teipe, goma de pegar, pabilo y muñecos, uno varón y uno hembra con los que construía escenas con pocas variaciones. Decía: "las personas se pegan y no se pueden despegar, yo los puedo mantener así". Muy a su pesar y a sus esfuerzos las cabuyas se le caían, la goma no le funcionaba. Hacía complicados puentes con teipe en cuyos extremos estaban uno y otro muñeco, los giraba hasta que quedaban amarrados muy juntos como aprisionándolos. La rabia y la derrota seguían a la excitación que ponía en lo que realizaba. El síntoma aparecía conteniendo la fantasía que explicitaba en la sesión. Sus heces representaban a los padres juntos dentro de él, porque fuera de su control estaban separados y perdidos. Entendía la transparencia de su juego en función del efecto traumático que dejaba la experiencia de separación. El síntoma remitió muy rápidamente y pudimos trabajar, no sólo la separación actual, sino la pérdida a la que había estado sometido anteriormente por la falta de la figura paterna. El padre lo traía al tratamiento; era una manera de propiciar un mayor contacto entre ambos. Al comprometerlo de esta manera se dieron varios beneficios y una mayor participación en la vida afectiva del niño. Comenzaba a darse cuenta de lo relevante que era su presencia. Para Francisco era toda una novedad.

El análisis es un lugar de acceso al inconsciente del niño que si bien está constituido, no puede ignorarse que la organización de las identificaciones, la resolución del Edipo, el pasaje por la castración entre muchos otros forman parte de lo que el infante de diversa edad está transitando. Algunas de las dificultades que presenta un niño cesan o no salen a escena sino frente a una situación particular. Francisco hizo un síntoma por el efecto que dejaba en él la separación de sus padres, pero arrastraba la carga de la ausencia paterna durante un largo período. La mayoría de los psicoanalistas conocedores de la organización psíquica infantil coinciden en recomendar el tratamiento analítico para abordar una conflictiva determinada y para hacerlos menos vulnerables a las que están por venir. Esto, sin caer en la generalización de que todo niño debería tratarse porque siempre hay conflictos. Sin embargo, ocurre un poco lo contrario al atender al niño cuando su padecimiento en cualquier orden hace muy difícil no prestarle oídos, llegándose al hecho de que no pocos especialistas tienden a obviar la recomendación psicoterapéutica aun en problemáticas más severas.

Al tratar a un niño consideramos los conflictos que surgen de las pulsiones, las estructuras psíquicas mal integradas, los problemas en el vínculo o la representación de otros conflictos dentro de relaciones más completas.

Pensando en lo que comporta la organización de un sí mismo deficitado, recuerdo el trabajo que emprendí con un niño de cuatro años. Lo habían visto repetidamente porque presentaba problemas de lenguaje, inquietud excesiva, pavor nocturno y dificultades para relacionarse. Los especialistas tenían opiniones diversas. Unos encontraban daño cerebral mínimo o problemas psicomotores, otros disentían de ese diagnóstico. Yo había encontrado un desorden emocional severo. En Andrés prevalecía un vínculo simbiótico con la madre, mujer marcadamente esquizoide. No podía estar sin ella y rechazaba la presencia de extraños. Su padre había dejado la casa cuando tenía un año de edad, lo veía muy ocasionalmente. No sostenía juego alguno, violentándose con frecuencia tanto física como verbalmente. Su aprensión constante era una señal del predominio de ansiedades persecutorias. El profesional que me lo había enviado, se mostraba renuente a que Andrés fuera visto por otros especialistas. Según su punto de vista, el trabajo con las angustias disruptivas y el abordaje de su caótico mundo interno, incidirían en una suerte de chispa favorable para el rescate de las otras áreas comprometidas. 

Andrés apenas si podía mantenerse en el consultorio sin salir, buscar a la madre, corretear por el balcón, ir al baño, llamarme para que lo limpiara, volviendo hacia el material de juego con la misma velocidad angustiosa. Hacía unas rayas, tomaba un carrito y acompañaba esta suerte de semijuego con ruidos alegóricos a los materiales elegidos. Invitaba a la madre a entrar y cuando ella hablaba conmigo cambiaba de actitud, escuchando atentamente. Esto lo repitió muchas veces. La madre era un objeto necesario, un puente para poderse relacionar y para poder recibir. Me fui convenciendo que el que ella tomara a su vez tratamiento era una condición y no una recomendación porque tendía a mantener el vínculo fusional con Andrés. El pequeño estaba descuidado, sin atención en tanto ella permanecía tomada por sus propias limitaciones esperando que otros se hicieran cargo. de hecho, quien llamó, trajo al niño, costeó el tratamiento y vigiló para asegurar su asistencia era el abuelo. Yo pretendía recoger las angustias predominantes en función de las diversas vivencias amenazadoras, traduciendo el caos y su razón de ser en la idea de dar un cierto sentido ordenador y brindar continencia; pero obviar el efecto permanente que la madre perpetuaba en el niño hubiera sido una pretensión desmedida. Se había conformado una resistencia intratable en una "folie aux deux" entre ambos. Para mi sorpresa, tanto el colega que me lo envió, como la familia, se aliaron con la oposición de la madre a tratarse. Pensaban que ver al niño era suficiente.

Andrés es un buen ejemplo de que en la sesión no siempre tiene lugar la representación simbólica. Lo que él mostraba era la reproducción de un mundo zafado, poco integrado y poblado de imágenes terroríficas. Su capacidad para simbolizar estaba comprometida por la patología global y el juego se movía dentro de lo sensorio-motor más ligado al orden de la necesidad. La actividad de la fantasía es posible por el hecho de separar y poner fuera, disociar y proyectar, el conflicto intrapsíquico, lo que de por sí, alivia la ansiedad. En el caso de Andrés, la desorganización interna compromete el fantaseo, tornando amenazadora la realidad e inhibiendo el juego. Para él, yo representaba esa imagen amenazadora en tanto accedía a su mundo interno, aunque también podía asumir el carácter de una figura reparadora. Me traía continuamente a su madre "para que la arreglara a ella y así poder arreglarse él", porque ella confirmaba el abandono. La dificultad para simbolizar se muestra también en juegos repetitivos, monótonos, exentos de contenido. Muchas veces hemos presenciado juegos mecánicos detrás de los cuales el niño puede estar trabado en una resistencia, pero también puede comportar en grado variable un vacío de significado.

M. Klein sistematizó los diversos mecanismos que participan en la actividad lúdica en una sesión de análisis. Entre ellos quiero referirme a la personificación que consiste en la invención y asignación de determinados personajes significativos dando cuenta de la trama vincular interna. Con Francisco, cuando abordamos la rivalidad con el padre, trabajábamos el conflicto psíquico. No se trataba solamente de la reacción dolorosa ante su falta. La rabia y el deseo de eliminarlo aparecían, entre tantas ocasiones, jugando a los soldados de rango mayor: "un coronel al que encerraba o mataba porque era malo y mataba a los soldados pequeños, para que los soldaditos pudieran volverse coroneles". La culpa y el temor no se hacían esperar. Revivía entonces al soldado muerto, pero eso no era suficiente y en un impulso repentino, salía a la sala para volver sonriente diciendo: "Allí está papá". Francisco tenía una rica vida de fantasía, denotando en sus juegos sus recursos para representar las escenas amenazadoras o construcciones lúdicas que recogían la realización de sus deseos.

El punto de la personificación me lleva al tema del discurso que parte del analista. Qué dice, cómo interviene, cómo se relaciona. Comienzo con el movimiento transferencial. Partiendo del personaje que el niño le atribuye por el desplazamiento de un objeto interno y explicitando en el juego el rol asignado, resulta importante consignar lo vigente y beneficioso del trabajo transferencial. Yo puedo jugar para Francisco el papel de una mamá que atrae a papá con ella evitando que él se marche, por ejemplo. Esto, a mi modo de ver, puede o no ser verbalizado. Lo importante es que en la secuencia de juego creada, la aceptación del rol asignado, diferente de la actuación, permite la dramatización de la escena fantaseada. El inconveniente es, que al ser parte del mundo interno del niño, el analista puede matizarlo con sus propias fantasías, o comprometerse en un juego ajeno a lo que él está representando. 

Esto es más acentuado en juegos estructurados en los que la representación simbólica se desvanece y el terapeuta tiene que buscar una forma de acceder al lenguaje amurallado que el paciente asoma. Me pasó con varios niños, que tuve que llevar adelante verdaderos inventos de abordaje cuando a partir de juegos como "El ahorcado", "Stop" o "Completar puntos", único material posible en la sesión, me las ingeniaba para no caer en la inercia del juego mecánico. Con el "Stop", recuerdo una niña que lo usaba compulsivamente como una manera de representar su derrota y anhelo de triunfo sobre una madre con la cual rivalizaba. Con "El ahorcado", cuando era mi turno, usaba palabras muy cercanas a las del paciente y luego lo invitaba a armar frases para intentar una vía de entrada a algún significante desconocido, oculto o ausente en el paciente. Ese era el caso con Miguel, muchacho de diez años que no quería jugar, le parecía "de chamitos", pero tampoco tenía "nada que decir". Si él proponía un juego, yo intentaba quedarme muy cerca de lo que él hacía y sobre todo, usarlo para dialogar o para ver cómo se sentía cuando perdía; es decir, buscando pensamientos, sentimientos y a veces, hasta alguna fantasía. Cuando me acercaba a algo que tenía que ver con él, le parecía ridículo o estúpido, pero a la sesión siguiente traía un juego nuevo. Me enseñaba, yo me dejaba enseñar, a veces, de verdad no sabía, pero aprovechaba la situación para explorar lo que para él significaba mi no saber. Yo era "bruta, tarada, torpe, lenta" y por ese camino llegábamos al mundo devaluado, rabioso y plano en el que él se movía. Con estas reflexiones derivadas de mi trabajo clínico, afirmo que aun dada la importancia del trabajo transferencial, la intervención del analista puede traducir un rol proyectado desde donde esclarece lo que está ocurriendo, pero desde donde puede intervenir en otras direcciones.

El lenguaje del niño a menudo ofrece al analista novel una suerte de acertijo de difícil descifrado. Tomando en cuenta el montaje simbólico, es importante incluir al paciente en el trabajo asociativo relativo a la producción lúdica. Es lo que llamo hacer hablar al dibujo, hacer hablar al juego. El discurso que entablan el niño y su analista conlleva asociar, agregar, preguntar y no sólo interpretar. Esto no quiere decir en modo alguno que haya un ánimo pedagógico en el tratamiento de un niño ni el propósito de desestimar ciertas conductas o premiar otras. Se trata de seguir la trama de la problemática infantil y de encontrar una mejor o más feliz manera de respuesta. 

Un último punto que merece consideración en la forma de intervención del analista es el lenguaje que utiliza. Es frecuente encontrar en su discurso construcciones muy elaboradas en la idea de que le esta hablando al inconsciente del niño. Sabemos que éste tiene su propia forma de responder a la intervención, pero tendemos a dejar de lado, que con el uso indiscriminado de términos y nociones, olvidamos cómo es el lenguaje y la comprensión del niño. No es infrecuente la cara perpleja con la que nos mira un niño ante la explicitación de una fantasía, pongo por caso, cuyo contenido no termina de aprehender. Acceder al conflicto del paciente sin considerar sus estructuras psíquicas cognoscitivas, supone ignorar la superficie sobre la que necesariamente opera al psicoanalista.

Referencias:
DOLTO, F. y NASIO, J.D. (1987). El niño del espejo El trabajo terapéutico.  Barcelona: Gedisa, 1992,  págs. 87-104.

FERREIRO, E. y VOLNOVICH, J.C. (1978). Supuestos cognoscitivos en psicoterapia psicoanalítica de niños. En Problemas de la interpretación en psicoanálisis de niños. Barcelona: Gedisa, 1981 págs. 55-108.

LEBOVICI, S. y DIATKINE, R. (1969). Significado y función del juego en el niño. Buenos Aires: Proteo,  págs.53-65.

MELTZER, D. (1968). El proceso psicoanalítico.  Buenos Aires: Hormé,  1976,
págs. 29-60.
  
PIAGET, J. (1959). La formación del símbolo en el niño. México: Fondo de cultura económica, 1975,   págs. 232-292.
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