En los senderos de la pasión
Alicia Leisse de Lustgarten[1]
Desde hace unos cuantos años, el tema de la pasión es tratado psicoanaliticamente en forma específica por algunos autores. Entre ellos, las ideas más originales y abundantes son las de Piera Aulagnier, psicoanalista francesa hace pocos años fallecida, de quien parto para las reflexiones que hoy recojo y desde la que me hago algunos cuestionamientos relevantes a la comprensión clínica. Muchos otros escritos aportan desarrollos que teorizan alrededor de lo que refiere a la experiencia inicial, la estructuración del sí mismo, las vivencias correspondientes al intercambio inicial con los objetos, los déficit, entre tantos tópicos, aspectos estrechamente vinculados a la comprensión psicoanalítica de la pasión. Yo misma (1990) comencé a pensar en la importancia del narcisismo temprano como punto de partida de la organización psíquica del sujeto. Y es que sin quitar el destacado papel que la resolución del Edipo ejerce en cada sujeto, derivando en el ensamblaje con el que transita cada quien, las primeras vivencias serán pilares en la construcción estructural que cada individuo exhibe. Freud en el año 1921 habló sobre el enamoramiento destacando su carácter pasional cuando afirma: “El yo resigna cada vez más todo reclamo, se vuelve más modesto, al par que el objeto se vuelve más grandioso y valioso; al final llega a poseer todo el valor de sí mismo del Yo y la consecuencia natural es el autosacrificio de este. El objeto, por así decir, ha devorado al Yo...”
Su afirmación recoge un elemento fundamental, el profundo compromiso en la relación amorosa con un otro, del amor a sí mismo y la recuperación en ese otro de aquello que le falta y busca completar, esencia del narcisismo y eje de la constitución del sujeto humano. Este es un punto central a considerar en la pasión. Recoge los efectos de las vivencias tempranas en sus logros y en sus faltas, es decir, en la ilusión de lo que se querría tener y en la frustración de lo que nunca se tuvo. Digo central, porque nos permite entender por qué la pasión amalgama lo vital, llevado al éxtasis, con lo destructivo, en la falacia del éxtasis buscado. De allí su compromiso con la muerte. No estoy afirmando que la pasión necesariamente sea muerte, pero la prevalencia de un estado pasional o su búsqueda sí lo advierte.
Consideremos pues la versión paradojal que comporta la pasión. Es un motor que empuja la recuperación de un estado de goce particular perdido. Cuando digo goce estoy utilizando el término para marcar un carácter de plenitud, de elevación, por así llamarlo. No es un afecto, no es cualquier placer, pero sí es una condición afectiva señalada con una tonalidad altisonante. Ese algo perdido se enmarca en la vía de reencontrar aquella primera vivencia de satisfacción, cuna del deseo que se organizará en la sexualidad del sujeto. Si damos una mirada a las afirmaciones populares, encontramos elementos afines a los que propone la conceptualización psicoanalítica. La intensidad, es una de las expresiones regulares que la definen: “Es una exaltación de lo interior, no sabría como trabajar sin ella, es vivir del exceso, es una desmesura.” Sus nexos con la muerte se hacen presentes: “Por pasión se mata, desequilibra la vida y lleva a extremos.” Y la presencia del elemento vital es su más preciado tesoro: “No podría vivir sin pasión, le quita sabor a la vida. Con la pasión se goza, se crea, se termina por militar con ella.” La originalidad del aporte psicoanalítico es considerar la pasión no solamente como cualidad que acompaña la relación que sostiene un sujeto, ni un estado específico que se padece, sino como la presencia perturbadora que refiere a un clima en el que el padecimiento está muy presente porque el placer que se pretende está ligado al sufrimiento. Representa la búsqueda de un algo o de un alguien de quien se espera un placer particular. Denis de Rougemont lo registra afirmando:
“La pasión no es en modo alguno esa vida más rica con la que sueñan los adolescentes, es muy al contrario, una especie de intensidad desnuda, desposeedora; sí, verdaderamente es una amarga decepción, un empobrecimiento de la conciencia vacía de toda diversidad, una obsesión de la imaginación concentrada en una sola imagen; y a partir de entonces el mundo se desvanece, los demás dejan de estar presentes, no quedan prójimos, deberes, vínculos que se mantengan, tierra, ni cielos, estamos solos.
Lo pasional acompaña la organización psíquica, la matiza, por así decirlo; pero su cualidad de exageración sostenida delata que más que un placer específico lo que se pretende es un placer absoluto. Adquiere entonces el carácter de estado pasional. Las palabras del poeta dan cuenta de los afectos que se mueven. Más aún, puede dejar de ser un estado pasajero para convertirse en una forma de vida tomando distintos campos del sujeto, la vida sexual, el trabajo, o ubicándose en el juego, la bebida, siempre compartiendo el denominador común de un escenario donde la ilusión de un todo busca suplir el vacío indigerible. Escuchando a Aulagnier recojo tres aspectos centrales en la conceptualización de la pasión:
Corresponden algunas diferenciaciones. La pasión acompaña la vida de cualquier persona, ya como actitud, ya como cualidad. La intensidad, la fuerza, el modo como nos compromete alguien o algo, pesa, pero ofrece un deleite. Echa mano de la creatividad y es una constante en la producción artística y en el uso del talento. Todo esto es lo que podríamos llamar ser apasionado. Una segunda diferenciación es con el amor y el enamoramiento. Si partimos del hecho de que el amor supone dos que comparten, dos que esperan uno de otro, y que la pasión, uno la sufre y otro la provoca pero no la padece, ya marca una diferencia. En la pasión no se comparte lo que se vive, no hay igualdad de términos. Sin embargo, un punto de encuentro de la pasión y el amor es el enamoramiento. Ambos exhiben la sobrevaloración del objeto, el empequeñecimiento del Yo que idealiza la mirada del otro Yo.
Los boleros, testimonios del sentir popular, muestran la validez de estas afirmaciones:
Tú no comprendes que sólo vivo pensando en ti
tú no comprendes que yo no puedo vivir sin ti
¡ay! si supieras cuanto me agobia la soledad
no me dejaras sin tu cariño nunca jamás.
Me está consumiendo la pena y el llanto
cansada me siento de tanto esperar
y si no comprendes porque sufro tanto
es porque te quiero, te quiero en verdad.
La pasión puede arrancar de un amor que no se comparte justamente porque la no respuesta del otro encuentra un blanco certero en una falla que porta el sujeto llevándolo a perder el norte de su discernimiento. No pocas veces me han consultado personas que demandan una ayuda urgente porque se encuentran atascadas en la aspiración de un único objeto que no les presta oídos. Implica que un Yo es expectante y pasivo de lo que da un otro y, aunque puede llegar a comportar un goce mayor, también aplica para el sufrimiento. La desigualdad define la situación. Antes afirmaba que la pasión tiene un punto de partida en la experiencia de deseo. Ambos tienen que ver, pero no son lo mismo. El deseo es el motor de la pasión. Es una puesta en acto en un escenario específico donde se niega la paradoja que supone que el deseo como tal no se satisface. El objeto de la pasión, al igual que en el enamoramiento, provoca la fascinación, una suerte de sortilegio. El que la vive no se puede sustraer de ese poder. Ha colocado en ese otro ajeno el lugar de su ideal y el lugar único de donde puede venir la satisfacción. El enamoramiento conlleva una pasión, pero al ser compartido no deriva en lo que va a marcar el estado pasional. Ana Teresa Torres (1993) señala que el amor pasional es disrruptor, irracional, emergente. El objeto que se busca es ilusorio, aferrándose a quien poco le ofrece y despreciando a aquel que le podría dar. Se representa fuera de todo control, esté o no el juicio conservado. Es frecuente que la persona que la padece pueda dar cuenta de lo incomprensible de sus aspiraciones frente a ese alguien tan ajeno a lo que le atribuye o de lo que pretende, pero termina por decirnos que no lo puede evitar, le ocurre a pesar de sí mismo. El lugar necesario que ocupa el placer devela la falla narcisista. La espera es impensable porque entra dentro de la vivencia de lo que no se va a dar. Es el registro del todo o nada, ahora o nunca que definen los comienzos de la vida psíquica. Pasión y enamoramiento comparten la sobreestimación sexual del objeto, la falta de crítica, cualidades siempre sobrevaloradas porque la idealización falsea el juicio. Los extremos llevan a la humillación, el perjuicio y la restricción del narcisismo. Es parte de lo que sucede en los amores inalcanzables. El Yo se entrega al objeto y tiene allí su punto de encuentro con la pasión. Bien podríamos decir con Freud: “En la ceguera del amor uno se convierte en criminal sin remordimientos.”
Recurro ahora al lenguaje fílmico de la película “Nueve semanas y media”, dirigida por Adrian Lyne, para abordar la trama de los dos personajes centrales en el marco de las ideas que hoy desarrollo. A pesar de la realización un tanto deshilvanada y la pobreza narrativa, el argumento recoge las vicisitudes que ocurren en el encuentro de un hombre y una mujer que viven una experiencia amorosa en la que confluyen la pasión y la perversión. Se trata, por supuesto, de una extrapolación y las aproximaciones que presento están enmarcadas en el ejercicio imaginario de reflexionar clínicamente fuera del diván del psicoanalista.
Liz es una mujer joven, divorciada, dispuesta a encontrar un hombre con el cual tener una aventura. Sola, después de un fracaso matrimonial, responde rápido al deseo que despierta en John. Lleva una vida trivial, compartiendo con sus compañeras experiencias afectivas truncas y una cotidianidad aburrida. Un domingo paseando distraídamente por las calles de Nueva York se detiene a escuchar un concierto de Reggae y allí se topa con John. El atractivo que ejerce el mundo de él, rutilante y misterioso, se convertirá en un enigma fascinante. Su actitud será la de agradarle para ganar su amor, cuidando actuar las fantasías que él propone en las más disímiles escenas. Será una niña alimentada, una mujer humillada, un adolescente seducido o una prostituta celosa, identificándose así con su deseo. Se dará cuenta de que ganar su mirada implicará mostrarse incondicional a sus demandas, convirtiéndose en un objeto narcisístico en términos de lo que a él le satisface. No hay perspectiva de ser considerada como alguien que importa. La sobrevaloración de John traerá aparejada la disminución de su Yo como consecuencia de colocar en el otro Yo el lugar de su ideal. La relación le muestra la asimetría entre la falta de entrega de él, su casi inexistencia en tanto no sea en el encuentro sexual, en contraposición con su deseo de compartir y el sufrimiento por su falta. Sufrir sola, desinteresarse por todo lo que no sea pensar en John ausente, muestra que Liz vive una pasión amorosa que la compromete en un vínculo arriesgado. Hace lo que él le pide, se degrada como objeto sexual, centrándose en el deseo, no sólo por el placer sino en la esperanza de una retribución. Encuentra en el ideal excitador que John representa el brillo para su transcurrir cotidiano. Pero la ilusión del amor no logra silenciar lo que no satisface su anhelo porque la consecución sexual no es suficiente. No puede hacer el pasaje de la pasión al amor en tanto no es asegurada como objeto de amor, sino confirmada en el acto como objeto sexual. Ser sólo un objeto causa de deseo para la búsqueda narcisista de John es fuente de intenso sufrimiento. Liz renuncia finalmente a un juego perdido de antemano. El abandono de esa relación le permitirá recuperar su propio Yo amenazado y el rescate del sentido de realidad al descubrir que el compartir no sobrepasa los límites de la cama.
Quiero considerar ahora lo que pienso es el nudo de la pasión, la paradoja que encadena la vida a la muerte. Hay tal experiencia de muerte en el sujeto de una pasión, tal monto de sufrimiento, que no deja de sorprender como para ese sujeto la vida es posible sólo a través de esa vía. Y es que la pasión puede responder a una huída de un cotidiano letal donde buscar lo excitante resulta un hilo muy delgado que separa la vida de la muerte, entendiendo por tal no sólo la desaparición física, sino el mayor o menor compromiso destructivo. Para mantener la existencia se llega a perderla. La aceptación de situaciones por degradantes que sean señala el aspecto de necesario en que ha devenido el placer, hasta el punto de que sin un otro que otorgue eso necesario la vida misma pierde sentido.
Unas líneas sobre la vida personal de Picasso dan cuenta de estas ideas: “El efecto que ejerció Picasso sobre sus afectos fue devastador. Su primera mujer terminó enferma de los nervios, la amante por la que la dejó fue internada para siempre en un manicomio. La mujer, objeto de su gran pasión sexual, se ahorcó tras su muerte. Otra de sus mujeres se pegó un tiro en la sien. Uno de sus hijos murió de una sobredosis y su nieto se suicidó. Pintaba después de hacer el amor y sus mujeres lo definían como un amante intenso e insatisfecho.”
En la pasión se busca un sentimiento mágico de encuentro incondicional de algo perdido o nunca tenido. Es la condición de necesario y el carácter de incondicionalidad lo que lleva a pensar que más allá del efecto que deja la pérdida edípica por la amenaza de castración, se ha producido un hiato en la afirmación narcisística, registro indispensable para que el placer tenga lugar fuera del orden de lo obligante. En este contexto, el sujeto de la pasión adolece de importantes daños en su narcisismo en cualquiera de sus variantes; ser querido, deseado, anhelado, acompañado, aceptado. De allí la creación de un escenario que promete –artificialmente, claro está- una reivindicación. El amor-odio implica distintas maneras de expresión de una pasión que es básicamente unitaria. El odio pertenece al código del amor. Quien no es correspondido en su amor tiene que odiar al amado. El exceso fundamenta su propio fin. La felicidad del momento y lo inacabable del padecimiento se determinan recíprocamente. Es una suerte de callejón donde el punto de partida es el punto final. No hay apertura. La pasión se reconoce al tiempo que se niega al relativizar el sufrimiento y sobreestimar los beneficios que brinda ese estado. Puede suponer, sin embargo, una negación mayor si pretende ignorar toda la alteración. Lo que exhiben estos sujetos fácilmente puede llevarnos a pensar en la presencia del masoquismo, en tanto el placer va ligado al sufrimiento. Si bien el masoquismo como comportamiento no puede ser ignorado, el hecho de no compartir con el partenaire el acuerdo de placer, lo vuelve diferente. El agente del masoquismo desde el bando de la actitud sádica tiene una línea similar en la definición de la relación.
Para McDougall (1969) la estructura del ser pasional es frágil. La falta de integridad narcisista y de la propia estima proviene de una mirada trunca que deja un vacío. Por eso llenarla se convierte en una necesidad psíquica fundamental. La identidad se busca en el otro porque el referente ha sido inexistente o insuficiente. Aferrarse a ese otro muestra que su necesidad se llena sólo con la presencia que supla la imagen ausente. La relación sexual con frecuencia cumple esa función. Las ideas que Aulagnier desarrolla muestran la pasión como uno de los destinos en la búsqueda de placer. Su fuerza y el objeto al que se dirige satisfacen a un tiempo las pulsiones de vida y de muerte. Pero el punto de partida para esta autora es huir del sufrimiento psíquico dejando afuera los pensamientos. Ya no se trata de recrear un escenario sino de suplantarlo por otro. La paradoja es que el objeto al que se dirige conlleva un riesgo de muerte. El objeto elegido ignora al sujeto que padece la pasión, o bien porque se trata de un inexistente, la droga, el juego u otras escogencias que revistan condiciones similares, o porque el otro no lo reconoce como fuente de placer. El juego y la droga constituyen un escenario que permite ver la realidad como se la quiere ver, la realidad “real” no se piensa. El sufrimiento está en la dependencia, el cuerpo sexuado se olvida. El encuentro de azar señala un poder en la victoria o la derrota. La fantasía de ser alguien, de hacerse alguien, trae una tregua entre la vida y la muerte. Es una ilusión de vida aun con el riesgo de muerte que supone. El objeto de la pasión posee, o más bien cree que posee, los atributos de los que el sujeto está privado. Y es ese hecho, el que sea sólo ese otro quien puede aportar placer, lo que causa sufrimiento. Al volverse insostenible prefiere la muerte. El sufrimiento ha superado al placer. La supremacía del mismo y el anhelo de que desaparezca es otra vertiente paradojal de la presencia de la vida y la muerte. A diferencia de la pasión amorosa, donde la libertad de elección de un otro pasa a tener carácter obligatorio, en la droga y en el juego esa búsqueda se silencia.
Quiero referirme a continuación a aquellos sujetos que sin sufrir la pasión, el compromiso que tienen con el estado pasional es tan intenso como el que la sufre activamente. Son los que inducen la pasión en forma reiterada y compulsiva. La clínica, la literatura, la representación artística en sus diferentes formas da cuenta de ellos tanto como de aquellos que sufren sus estragos. El Don Juan Tenorio de Zorrilla refleja uno de estos personajes. Se trata de un sujeto que se muestra como alguien imprescindible, único. Al ser un agente de goce y de sufrimiento se convierte en un objeto de poder. El ojo analítico no tarda en advertir que lo que exhibe busca disfrazar la propia carencia. La relación que propone pone a salvo sus afectos que no están incluidos precisamente en aras de evitar el conflicto. Terminan la relación cuando algo en ellos se agota. El placer está vinculado a ese poder, a un dominio que le asegura la valoración de otros. Exhiben un falso compartir haciéndole creer al escogido que es alguien singular, cuando en realidad es para gozarlo, sienta o no placer. Si abandonan son fuente de sufrimiento y de muerte, pero ellos mismos no se exponen al trabajo de duelo al mantenerse alejados del vínculo libidinal. No admiten un deseo en el otro si no está en función de lo que ha despertado en ellos y de lo que quieren despertar. Pueden ser capaces de fantasías pero se cierran a todo acceso al inconsciente.
Acá cabe advertir algunos puntos de encuentro con la perversión. En realidad el sujeto que induce la pasión se mueve en este terreno. Entiéndase que no me estoy refiriendo a todas las variantes pasionales consideradas en este trabajo, sino a aquel que sin vivir la pasión la promueve en otro. La escena que construye lo muestra como dueño y señor del poder de otorgar placer o de negarlo. Al preguntarnos a qué corresponde ese revestimiento imprescindible de poder, surge la afirmación teórica de la renegación. La castración no es con ellos. Más aún, asumen la posibilidad mágica de completar al otro y de crear la ilusión de lo absoluto. Pero no nos movemos únicamente en el terreno de la castración fálica. Lo que entendemos como la castración imaginaria que marca la diferencia entre el sujeto y un otro también es desestimado. La representación reiterada que el sujeto construye delata la falla esencial que arrastra y su actividad se ve invadida en cumplir la fantasía casi delirante acerca de sí mismo. Lo que hace sentido es crear y recrear lo que funge como sostén de su ser y de su razón de ser. No resulta fácil trazar una línea diferencial entre el sujeto que provoca la pasión y el perverso. He subrayado similitudes estructurales que pueden o no acompañarse de semejanzas clínicas, compartir o no fantasías y escenas perversas. Lo que quiero expresar es que el modo pasional, por así decirlo, puede tomar lo mismo fachadas perversas, obsesivas, histéricas; lo que interesa es la fisura narcisística que ha comprometido de manera importante la consolidación del sí mismo, fisura que hará efecto en todo lo que supone el encuentro con el otro como objeto diferente de él.
John, personaje protagónico de la película ya mencionada, ilustra este tipo de conducta patológica que induce un estado pasional. Hombre apuesto y exitoso, representa esa coincidencia del atractivo conjugado con una postura irreverente. Desde el primer encuentro con Liz, su actitud se organiza para crear el clima favorable a la sobreestimulación del deseo, y en el momento en que llega al punto álgido, él está allí para mostrar su ilimitable poder de satisfacción. Su juego es hacerse imprescindible. Regala un reloj para ser pensado en los términos temporales que él propone. Quiere jugar a ser un objeto único y la escena fantasmática permite leer, que como el niño del carretel de Freud, Liz es el juguete que actúa lo que él separa de sí. En las palabras de John: “Yo lavaré los platos, cocinaré, te alimentaré, te vestiré en la mañanas, te cuidaré.” En esa misma línea la autoriza, la premia, la hace sufrir. No tolera ninguna conducta que no sea la que está pautada en su orden, no responde preguntas. La furia narcisista cuando ella transgrede ese orden lo lleva a asumir un rol castigador. Es ser sujeto y objeto a la vez para negar la diferencia y poder separarse sin temor a ser destruido. El sentido de la vida es asegurar el placer. En el diálogo que sostiene con Liz-varón (su doble), disfrazada por orden de él, muestra esa búsqueda: ...”Lo único que mantiene mi ilusión es esa chica. Tengo una chica insaciable, ¡es tan caliente!” El voyerismo, la degradación, la abundancia de elementos fetichistas evidentes en el tipo de vestimenta que exige, son todas expresiones de la creación de un sistema para sostener su ilusión de poder. Se convierte así en el que inflige la castración. Otro es el que sufre, otro es el que demanda, otro es el que está en falta. La sexualidad no pretende solamente el placer sino apuntalar una vida carente de estímulo. Su discurso así lo afirma. “La vida es grandiosa, trabajas y trabajas, ves gente que ni conoces ni quieres conocer. Tratan de venderte cosas y tú de venderles a ellos. Llegas a casa de noche, oyes a tu esposa, a los niños, enciendes la televisión y al día siguiente todo se repite.” El mundo fuera de lo erótico es vivido como insípido, inútil.
Finalmente, John habla, aunque resulta incongruente con el personaje que representa, del abandono de unos padres ajenos a su existencia y de un medio desconocedor de sus demandas. Es una justificación para la falta de amor en sus vinculaciones. El maltrato del otro responde también a trasladar fuera de él la vivencia mutilante a la vez que reproduce la fantasía omnipotente de ser el agente de goce y de sufrimiento, confirmándose así como objeto de poder. En el terreno sexual purifica el placer, desea el cuerpo sexuado pero no se vincula con la persona a quien le pertenece. La actividad erótica lo ocupa, hay una gran inversión de tiempo en la preparación ritual. Una vez obtenido el goce se aparta de cualquier otra forma de relación. Existir para ella en esas condiciones es tener una referencia para su identidad. No admite iniciativas ni propuestas porque lo ponen al descubierto. Se condena a una recuperación narcisista de un poder ilimitado porque no tolera la verdad de la falta y de lo incompleto que hay en él. John se mueve en un ámbito de idealización. Magnifica la sexualidad y preserva un mundo de constante excitación. Cuando Liz se va no hay lugar para el duelo, ella debe ser sustituida. La farsa debe continuar para evitar caer en el sentimiento de la nada. Todo lo que comporta la dinámica de estos sujetos, llevar el placer a la necesidad, no soportar el dolor permite señalar que existir es exponerse a la falta y así, cuanto menos existe, más es. Esta forma de disminuir la existencia propia se traduce en depositar la necesidad que no ha sido llenada, y que no sabe llenar, en un otro.
Una última reflexión nos detiene en el terreno de los ideales que toman la vía mística, el heroísmo u otras banderas que definen la existencia del sujeto en una perspectiva pasional. ¿Comparten el mismo carácter de alienación? ¿Suponen un estado patológico? Sin pretender adentrarme en lo que son estas interesantes cuestiones, puedo afirmar que los elementos que he considerado en aquellos que sufren la pasión, están claramente presentes: el sacrificio que comporta renuncias diversas, el clima de idealización, y la aspiración de plenitud en el terreno que sea que se despliegue. Poseer los atributos con los cuales asegurar un poder de reconocimiento, de liderazgo, o hacer causa con la figura real o simbólica que puede dar cumplimiento a esa promesa, expresa por el camino del ideal, la búsqueda velada, pero no renegada, de la reivindicación de un sí mismo venido a menos por la derrota que supuso la castración. Encuentro otra diferencia fundamental, efecto de la sublimación. Las actividades que se emprenden no están dirigidas a un fin sexual, al contrario, hay una renuncia explícita en aras de la consagración de la vida al ideal. Oigamos un fragmento que Santa Teresa de Jesús, teóloga y mística dejó plasmado en sus poemas:
Esté en la muerte mi vida. Y en desprecios mi favor.
Mis tesoros en pobreza. Y mi triunfo en pelear.
Mi descanso en trabajar. Y mi contento en tristeza.
En la oscuridad mi luz. Mi grandeza en puesto bajo.
De mi camino el atajo. Y mi gloria sea la cruz.
Mi honra el abatimiento. Y mi palma el padecer....
En este sentido la existencia transcurre en hacer todo aquello que refiere a prestar servicio en aras del ideal. Ciertamente todo un sector personal ha quedado cercenado. Ha renunciado a los placeres tangibles, inmediatos; en realidad el placer está en función del ideal. La causa apunta a un hacer por otros, para otros. La reivindicación ha traspuesto la frontera narcisística yoica. Esto sin negar que la presencia de la muerte está en todas. La sublimación también puede estar presente en las distintas formas de pasión, pero acá es central. Claro está, las motivaciones inconscientes dejan su marca en toda elección y no tendríamos por que disentir de un anclaje en la recuperación narcisista a través del ideal.
Queda claro, a través de las ideas que hemos considerado, que la pasión vista desde esta perspectiva, que podríamos bien llamar, “la pasión en tanto disfunción”, no refiere a una condición de cualidad, común en diverso grado a todos los sujetos. El sujeto de la pasión organiza su vida en la búsqueda de un placer específico que conlleva sufrimiento. Su compromiso con la muerte queda sellado por la condición imprescindible de lo absoluto. El deseo queda atrapado por la necesidad y en ese terreno se despliegan las conductas pasionales. La problemática pasional apunta a las vicisitudes relativas a la estructuración del sí mismo. En el orden de lo necesario, de la sobrevivencia, comienzo de la existencia psíquica faltó ese sentido suficiente del otro que ha dejado al Yo transitando por el camino de una recuperación irreparable.
Referencias
Aulganier, P. (1979). Los destinos del placer. Barcelona: Petrel, 1980
Clavreul, J. (1966). “La pareja perversa” en El deseo y la perversión. Buenos Aires: Sudamericana, 1984
Freud, S. (1921). Psicología de las masas y análisis del Yo. Buenos Aires: Amorrortu, 1979
Luhmann, N. (1982). El amor como pasión. Barcelona: Península, 1985
Mac Dougall, J. (1976). Alegato por cierta anormalidad. Barcelona: Petrel, 1982
M'Uzan, de M. (1968). Del arte a la muerte. Barcelona: Icaria, 1978
Torres, A.T. (1993). El amor como síntoma. Caracas: Editorial Psicoanalítica
[1] Miembro Titular en función didáctica de la Sociedad Psicoanalitica de Caracas, IPA y FEPAL
Desde hace unos cuantos años, el tema de la pasión es tratado psicoanaliticamente en forma específica por algunos autores. Entre ellos, las ideas más originales y abundantes son las de Piera Aulagnier, psicoanalista francesa hace pocos años fallecida, de quien parto para las reflexiones que hoy recojo y desde la que me hago algunos cuestionamientos relevantes a la comprensión clínica. Muchos otros escritos aportan desarrollos que teorizan alrededor de lo que refiere a la experiencia inicial, la estructuración del sí mismo, las vivencias correspondientes al intercambio inicial con los objetos, los déficit, entre tantos tópicos, aspectos estrechamente vinculados a la comprensión psicoanalítica de la pasión. Yo misma (1990) comencé a pensar en la importancia del narcisismo temprano como punto de partida de la organización psíquica del sujeto. Y es que sin quitar el destacado papel que la resolución del Edipo ejerce en cada sujeto, derivando en el ensamblaje con el que transita cada quien, las primeras vivencias serán pilares en la construcción estructural que cada individuo exhibe. Freud en el año 1921 habló sobre el enamoramiento destacando su carácter pasional cuando afirma: “El yo resigna cada vez más todo reclamo, se vuelve más modesto, al par que el objeto se vuelve más grandioso y valioso; al final llega a poseer todo el valor de sí mismo del Yo y la consecuencia natural es el autosacrificio de este. El objeto, por así decir, ha devorado al Yo...”
Su afirmación recoge un elemento fundamental, el profundo compromiso en la relación amorosa con un otro, del amor a sí mismo y la recuperación en ese otro de aquello que le falta y busca completar, esencia del narcisismo y eje de la constitución del sujeto humano. Este es un punto central a considerar en la pasión. Recoge los efectos de las vivencias tempranas en sus logros y en sus faltas, es decir, en la ilusión de lo que se querría tener y en la frustración de lo que nunca se tuvo. Digo central, porque nos permite entender por qué la pasión amalgama lo vital, llevado al éxtasis, con lo destructivo, en la falacia del éxtasis buscado. De allí su compromiso con la muerte. No estoy afirmando que la pasión necesariamente sea muerte, pero la prevalencia de un estado pasional o su búsqueda sí lo advierte.
Consideremos pues la versión paradojal que comporta la pasión. Es un motor que empuja la recuperación de un estado de goce particular perdido. Cuando digo goce estoy utilizando el término para marcar un carácter de plenitud, de elevación, por así llamarlo. No es un afecto, no es cualquier placer, pero sí es una condición afectiva señalada con una tonalidad altisonante. Ese algo perdido se enmarca en la vía de reencontrar aquella primera vivencia de satisfacción, cuna del deseo que se organizará en la sexualidad del sujeto. Si damos una mirada a las afirmaciones populares, encontramos elementos afines a los que propone la conceptualización psicoanalítica. La intensidad, es una de las expresiones regulares que la definen: “Es una exaltación de lo interior, no sabría como trabajar sin ella, es vivir del exceso, es una desmesura.” Sus nexos con la muerte se hacen presentes: “Por pasión se mata, desequilibra la vida y lleva a extremos.” Y la presencia del elemento vital es su más preciado tesoro: “No podría vivir sin pasión, le quita sabor a la vida. Con la pasión se goza, se crea, se termina por militar con ella.” La originalidad del aporte psicoanalítico es considerar la pasión no solamente como cualidad que acompaña la relación que sostiene un sujeto, ni un estado específico que se padece, sino como la presencia perturbadora que refiere a un clima en el que el padecimiento está muy presente porque el placer que se pretende está ligado al sufrimiento. Representa la búsqueda de un algo o de un alguien de quien se espera un placer particular. Denis de Rougemont lo registra afirmando:
“La pasión no es en modo alguno esa vida más rica con la que sueñan los adolescentes, es muy al contrario, una especie de intensidad desnuda, desposeedora; sí, verdaderamente es una amarga decepción, un empobrecimiento de la conciencia vacía de toda diversidad, una obsesión de la imaginación concentrada en una sola imagen; y a partir de entonces el mundo se desvanece, los demás dejan de estar presentes, no quedan prójimos, deberes, vínculos que se mantengan, tierra, ni cielos, estamos solos.
Lo pasional acompaña la organización psíquica, la matiza, por así decirlo; pero su cualidad de exageración sostenida delata que más que un placer específico lo que se pretende es un placer absoluto. Adquiere entonces el carácter de estado pasional. Las palabras del poeta dan cuenta de los afectos que se mueven. Más aún, puede dejar de ser un estado pasajero para convertirse en una forma de vida tomando distintos campos del sujeto, la vida sexual, el trabajo, o ubicándose en el juego, la bebida, siempre compartiendo el denominador común de un escenario donde la ilusión de un todo busca suplir el vacío indigerible. Escuchando a Aulagnier recojo tres aspectos centrales en la conceptualización de la pasión:
- Se dirige a un objeto único. No admite sustitutos, es esa persona y no otra.
- El placer que da la pasión se convierte en una necesidad. No se puede posponer, es un placer único. Es en ese lugar donde va a estar organizada su vida, fuera de él, lo amenaza una suerte de ruptura yoica. La idea de control no cabe porque le quita el carácter de estado pasional.
- La pasión es asimétrica. La siente una persona. La ausencia del objeto de la pasión supone un temor y un dolor desmedido. El que despierta la pasión es un espectador, sin embargo, su compromiso con la situación queda al descubierto en la recurrencia de provocar pasión en los otros.
Corresponden algunas diferenciaciones. La pasión acompaña la vida de cualquier persona, ya como actitud, ya como cualidad. La intensidad, la fuerza, el modo como nos compromete alguien o algo, pesa, pero ofrece un deleite. Echa mano de la creatividad y es una constante en la producción artística y en el uso del talento. Todo esto es lo que podríamos llamar ser apasionado. Una segunda diferenciación es con el amor y el enamoramiento. Si partimos del hecho de que el amor supone dos que comparten, dos que esperan uno de otro, y que la pasión, uno la sufre y otro la provoca pero no la padece, ya marca una diferencia. En la pasión no se comparte lo que se vive, no hay igualdad de términos. Sin embargo, un punto de encuentro de la pasión y el amor es el enamoramiento. Ambos exhiben la sobrevaloración del objeto, el empequeñecimiento del Yo que idealiza la mirada del otro Yo.
Los boleros, testimonios del sentir popular, muestran la validez de estas afirmaciones:
Tú no comprendes que sólo vivo pensando en ti
tú no comprendes que yo no puedo vivir sin ti
¡ay! si supieras cuanto me agobia la soledad
no me dejaras sin tu cariño nunca jamás.
Me está consumiendo la pena y el llanto
cansada me siento de tanto esperar
y si no comprendes porque sufro tanto
es porque te quiero, te quiero en verdad.
La pasión puede arrancar de un amor que no se comparte justamente porque la no respuesta del otro encuentra un blanco certero en una falla que porta el sujeto llevándolo a perder el norte de su discernimiento. No pocas veces me han consultado personas que demandan una ayuda urgente porque se encuentran atascadas en la aspiración de un único objeto que no les presta oídos. Implica que un Yo es expectante y pasivo de lo que da un otro y, aunque puede llegar a comportar un goce mayor, también aplica para el sufrimiento. La desigualdad define la situación. Antes afirmaba que la pasión tiene un punto de partida en la experiencia de deseo. Ambos tienen que ver, pero no son lo mismo. El deseo es el motor de la pasión. Es una puesta en acto en un escenario específico donde se niega la paradoja que supone que el deseo como tal no se satisface. El objeto de la pasión, al igual que en el enamoramiento, provoca la fascinación, una suerte de sortilegio. El que la vive no se puede sustraer de ese poder. Ha colocado en ese otro ajeno el lugar de su ideal y el lugar único de donde puede venir la satisfacción. El enamoramiento conlleva una pasión, pero al ser compartido no deriva en lo que va a marcar el estado pasional. Ana Teresa Torres (1993) señala que el amor pasional es disrruptor, irracional, emergente. El objeto que se busca es ilusorio, aferrándose a quien poco le ofrece y despreciando a aquel que le podría dar. Se representa fuera de todo control, esté o no el juicio conservado. Es frecuente que la persona que la padece pueda dar cuenta de lo incomprensible de sus aspiraciones frente a ese alguien tan ajeno a lo que le atribuye o de lo que pretende, pero termina por decirnos que no lo puede evitar, le ocurre a pesar de sí mismo. El lugar necesario que ocupa el placer devela la falla narcisista. La espera es impensable porque entra dentro de la vivencia de lo que no se va a dar. Es el registro del todo o nada, ahora o nunca que definen los comienzos de la vida psíquica. Pasión y enamoramiento comparten la sobreestimación sexual del objeto, la falta de crítica, cualidades siempre sobrevaloradas porque la idealización falsea el juicio. Los extremos llevan a la humillación, el perjuicio y la restricción del narcisismo. Es parte de lo que sucede en los amores inalcanzables. El Yo se entrega al objeto y tiene allí su punto de encuentro con la pasión. Bien podríamos decir con Freud: “En la ceguera del amor uno se convierte en criminal sin remordimientos.”
Recurro ahora al lenguaje fílmico de la película “Nueve semanas y media”, dirigida por Adrian Lyne, para abordar la trama de los dos personajes centrales en el marco de las ideas que hoy desarrollo. A pesar de la realización un tanto deshilvanada y la pobreza narrativa, el argumento recoge las vicisitudes que ocurren en el encuentro de un hombre y una mujer que viven una experiencia amorosa en la que confluyen la pasión y la perversión. Se trata, por supuesto, de una extrapolación y las aproximaciones que presento están enmarcadas en el ejercicio imaginario de reflexionar clínicamente fuera del diván del psicoanalista.
Liz es una mujer joven, divorciada, dispuesta a encontrar un hombre con el cual tener una aventura. Sola, después de un fracaso matrimonial, responde rápido al deseo que despierta en John. Lleva una vida trivial, compartiendo con sus compañeras experiencias afectivas truncas y una cotidianidad aburrida. Un domingo paseando distraídamente por las calles de Nueva York se detiene a escuchar un concierto de Reggae y allí se topa con John. El atractivo que ejerce el mundo de él, rutilante y misterioso, se convertirá en un enigma fascinante. Su actitud será la de agradarle para ganar su amor, cuidando actuar las fantasías que él propone en las más disímiles escenas. Será una niña alimentada, una mujer humillada, un adolescente seducido o una prostituta celosa, identificándose así con su deseo. Se dará cuenta de que ganar su mirada implicará mostrarse incondicional a sus demandas, convirtiéndose en un objeto narcisístico en términos de lo que a él le satisface. No hay perspectiva de ser considerada como alguien que importa. La sobrevaloración de John traerá aparejada la disminución de su Yo como consecuencia de colocar en el otro Yo el lugar de su ideal. La relación le muestra la asimetría entre la falta de entrega de él, su casi inexistencia en tanto no sea en el encuentro sexual, en contraposición con su deseo de compartir y el sufrimiento por su falta. Sufrir sola, desinteresarse por todo lo que no sea pensar en John ausente, muestra que Liz vive una pasión amorosa que la compromete en un vínculo arriesgado. Hace lo que él le pide, se degrada como objeto sexual, centrándose en el deseo, no sólo por el placer sino en la esperanza de una retribución. Encuentra en el ideal excitador que John representa el brillo para su transcurrir cotidiano. Pero la ilusión del amor no logra silenciar lo que no satisface su anhelo porque la consecución sexual no es suficiente. No puede hacer el pasaje de la pasión al amor en tanto no es asegurada como objeto de amor, sino confirmada en el acto como objeto sexual. Ser sólo un objeto causa de deseo para la búsqueda narcisista de John es fuente de intenso sufrimiento. Liz renuncia finalmente a un juego perdido de antemano. El abandono de esa relación le permitirá recuperar su propio Yo amenazado y el rescate del sentido de realidad al descubrir que el compartir no sobrepasa los límites de la cama.
Quiero considerar ahora lo que pienso es el nudo de la pasión, la paradoja que encadena la vida a la muerte. Hay tal experiencia de muerte en el sujeto de una pasión, tal monto de sufrimiento, que no deja de sorprender como para ese sujeto la vida es posible sólo a través de esa vía. Y es que la pasión puede responder a una huída de un cotidiano letal donde buscar lo excitante resulta un hilo muy delgado que separa la vida de la muerte, entendiendo por tal no sólo la desaparición física, sino el mayor o menor compromiso destructivo. Para mantener la existencia se llega a perderla. La aceptación de situaciones por degradantes que sean señala el aspecto de necesario en que ha devenido el placer, hasta el punto de que sin un otro que otorgue eso necesario la vida misma pierde sentido.
Unas líneas sobre la vida personal de Picasso dan cuenta de estas ideas: “El efecto que ejerció Picasso sobre sus afectos fue devastador. Su primera mujer terminó enferma de los nervios, la amante por la que la dejó fue internada para siempre en un manicomio. La mujer, objeto de su gran pasión sexual, se ahorcó tras su muerte. Otra de sus mujeres se pegó un tiro en la sien. Uno de sus hijos murió de una sobredosis y su nieto se suicidó. Pintaba después de hacer el amor y sus mujeres lo definían como un amante intenso e insatisfecho.”
En la pasión se busca un sentimiento mágico de encuentro incondicional de algo perdido o nunca tenido. Es la condición de necesario y el carácter de incondicionalidad lo que lleva a pensar que más allá del efecto que deja la pérdida edípica por la amenaza de castración, se ha producido un hiato en la afirmación narcisística, registro indispensable para que el placer tenga lugar fuera del orden de lo obligante. En este contexto, el sujeto de la pasión adolece de importantes daños en su narcisismo en cualquiera de sus variantes; ser querido, deseado, anhelado, acompañado, aceptado. De allí la creación de un escenario que promete –artificialmente, claro está- una reivindicación. El amor-odio implica distintas maneras de expresión de una pasión que es básicamente unitaria. El odio pertenece al código del amor. Quien no es correspondido en su amor tiene que odiar al amado. El exceso fundamenta su propio fin. La felicidad del momento y lo inacabable del padecimiento se determinan recíprocamente. Es una suerte de callejón donde el punto de partida es el punto final. No hay apertura. La pasión se reconoce al tiempo que se niega al relativizar el sufrimiento y sobreestimar los beneficios que brinda ese estado. Puede suponer, sin embargo, una negación mayor si pretende ignorar toda la alteración. Lo que exhiben estos sujetos fácilmente puede llevarnos a pensar en la presencia del masoquismo, en tanto el placer va ligado al sufrimiento. Si bien el masoquismo como comportamiento no puede ser ignorado, el hecho de no compartir con el partenaire el acuerdo de placer, lo vuelve diferente. El agente del masoquismo desde el bando de la actitud sádica tiene una línea similar en la definición de la relación.
Para McDougall (1969) la estructura del ser pasional es frágil. La falta de integridad narcisista y de la propia estima proviene de una mirada trunca que deja un vacío. Por eso llenarla se convierte en una necesidad psíquica fundamental. La identidad se busca en el otro porque el referente ha sido inexistente o insuficiente. Aferrarse a ese otro muestra que su necesidad se llena sólo con la presencia que supla la imagen ausente. La relación sexual con frecuencia cumple esa función. Las ideas que Aulagnier desarrolla muestran la pasión como uno de los destinos en la búsqueda de placer. Su fuerza y el objeto al que se dirige satisfacen a un tiempo las pulsiones de vida y de muerte. Pero el punto de partida para esta autora es huir del sufrimiento psíquico dejando afuera los pensamientos. Ya no se trata de recrear un escenario sino de suplantarlo por otro. La paradoja es que el objeto al que se dirige conlleva un riesgo de muerte. El objeto elegido ignora al sujeto que padece la pasión, o bien porque se trata de un inexistente, la droga, el juego u otras escogencias que revistan condiciones similares, o porque el otro no lo reconoce como fuente de placer. El juego y la droga constituyen un escenario que permite ver la realidad como se la quiere ver, la realidad “real” no se piensa. El sufrimiento está en la dependencia, el cuerpo sexuado se olvida. El encuentro de azar señala un poder en la victoria o la derrota. La fantasía de ser alguien, de hacerse alguien, trae una tregua entre la vida y la muerte. Es una ilusión de vida aun con el riesgo de muerte que supone. El objeto de la pasión posee, o más bien cree que posee, los atributos de los que el sujeto está privado. Y es ese hecho, el que sea sólo ese otro quien puede aportar placer, lo que causa sufrimiento. Al volverse insostenible prefiere la muerte. El sufrimiento ha superado al placer. La supremacía del mismo y el anhelo de que desaparezca es otra vertiente paradojal de la presencia de la vida y la muerte. A diferencia de la pasión amorosa, donde la libertad de elección de un otro pasa a tener carácter obligatorio, en la droga y en el juego esa búsqueda se silencia.
Quiero referirme a continuación a aquellos sujetos que sin sufrir la pasión, el compromiso que tienen con el estado pasional es tan intenso como el que la sufre activamente. Son los que inducen la pasión en forma reiterada y compulsiva. La clínica, la literatura, la representación artística en sus diferentes formas da cuenta de ellos tanto como de aquellos que sufren sus estragos. El Don Juan Tenorio de Zorrilla refleja uno de estos personajes. Se trata de un sujeto que se muestra como alguien imprescindible, único. Al ser un agente de goce y de sufrimiento se convierte en un objeto de poder. El ojo analítico no tarda en advertir que lo que exhibe busca disfrazar la propia carencia. La relación que propone pone a salvo sus afectos que no están incluidos precisamente en aras de evitar el conflicto. Terminan la relación cuando algo en ellos se agota. El placer está vinculado a ese poder, a un dominio que le asegura la valoración de otros. Exhiben un falso compartir haciéndole creer al escogido que es alguien singular, cuando en realidad es para gozarlo, sienta o no placer. Si abandonan son fuente de sufrimiento y de muerte, pero ellos mismos no se exponen al trabajo de duelo al mantenerse alejados del vínculo libidinal. No admiten un deseo en el otro si no está en función de lo que ha despertado en ellos y de lo que quieren despertar. Pueden ser capaces de fantasías pero se cierran a todo acceso al inconsciente.
Acá cabe advertir algunos puntos de encuentro con la perversión. En realidad el sujeto que induce la pasión se mueve en este terreno. Entiéndase que no me estoy refiriendo a todas las variantes pasionales consideradas en este trabajo, sino a aquel que sin vivir la pasión la promueve en otro. La escena que construye lo muestra como dueño y señor del poder de otorgar placer o de negarlo. Al preguntarnos a qué corresponde ese revestimiento imprescindible de poder, surge la afirmación teórica de la renegación. La castración no es con ellos. Más aún, asumen la posibilidad mágica de completar al otro y de crear la ilusión de lo absoluto. Pero no nos movemos únicamente en el terreno de la castración fálica. Lo que entendemos como la castración imaginaria que marca la diferencia entre el sujeto y un otro también es desestimado. La representación reiterada que el sujeto construye delata la falla esencial que arrastra y su actividad se ve invadida en cumplir la fantasía casi delirante acerca de sí mismo. Lo que hace sentido es crear y recrear lo que funge como sostén de su ser y de su razón de ser. No resulta fácil trazar una línea diferencial entre el sujeto que provoca la pasión y el perverso. He subrayado similitudes estructurales que pueden o no acompañarse de semejanzas clínicas, compartir o no fantasías y escenas perversas. Lo que quiero expresar es que el modo pasional, por así decirlo, puede tomar lo mismo fachadas perversas, obsesivas, histéricas; lo que interesa es la fisura narcisística que ha comprometido de manera importante la consolidación del sí mismo, fisura que hará efecto en todo lo que supone el encuentro con el otro como objeto diferente de él.
John, personaje protagónico de la película ya mencionada, ilustra este tipo de conducta patológica que induce un estado pasional. Hombre apuesto y exitoso, representa esa coincidencia del atractivo conjugado con una postura irreverente. Desde el primer encuentro con Liz, su actitud se organiza para crear el clima favorable a la sobreestimulación del deseo, y en el momento en que llega al punto álgido, él está allí para mostrar su ilimitable poder de satisfacción. Su juego es hacerse imprescindible. Regala un reloj para ser pensado en los términos temporales que él propone. Quiere jugar a ser un objeto único y la escena fantasmática permite leer, que como el niño del carretel de Freud, Liz es el juguete que actúa lo que él separa de sí. En las palabras de John: “Yo lavaré los platos, cocinaré, te alimentaré, te vestiré en la mañanas, te cuidaré.” En esa misma línea la autoriza, la premia, la hace sufrir. No tolera ninguna conducta que no sea la que está pautada en su orden, no responde preguntas. La furia narcisista cuando ella transgrede ese orden lo lleva a asumir un rol castigador. Es ser sujeto y objeto a la vez para negar la diferencia y poder separarse sin temor a ser destruido. El sentido de la vida es asegurar el placer. En el diálogo que sostiene con Liz-varón (su doble), disfrazada por orden de él, muestra esa búsqueda: ...”Lo único que mantiene mi ilusión es esa chica. Tengo una chica insaciable, ¡es tan caliente!” El voyerismo, la degradación, la abundancia de elementos fetichistas evidentes en el tipo de vestimenta que exige, son todas expresiones de la creación de un sistema para sostener su ilusión de poder. Se convierte así en el que inflige la castración. Otro es el que sufre, otro es el que demanda, otro es el que está en falta. La sexualidad no pretende solamente el placer sino apuntalar una vida carente de estímulo. Su discurso así lo afirma. “La vida es grandiosa, trabajas y trabajas, ves gente que ni conoces ni quieres conocer. Tratan de venderte cosas y tú de venderles a ellos. Llegas a casa de noche, oyes a tu esposa, a los niños, enciendes la televisión y al día siguiente todo se repite.” El mundo fuera de lo erótico es vivido como insípido, inútil.
Finalmente, John habla, aunque resulta incongruente con el personaje que representa, del abandono de unos padres ajenos a su existencia y de un medio desconocedor de sus demandas. Es una justificación para la falta de amor en sus vinculaciones. El maltrato del otro responde también a trasladar fuera de él la vivencia mutilante a la vez que reproduce la fantasía omnipotente de ser el agente de goce y de sufrimiento, confirmándose así como objeto de poder. En el terreno sexual purifica el placer, desea el cuerpo sexuado pero no se vincula con la persona a quien le pertenece. La actividad erótica lo ocupa, hay una gran inversión de tiempo en la preparación ritual. Una vez obtenido el goce se aparta de cualquier otra forma de relación. Existir para ella en esas condiciones es tener una referencia para su identidad. No admite iniciativas ni propuestas porque lo ponen al descubierto. Se condena a una recuperación narcisista de un poder ilimitado porque no tolera la verdad de la falta y de lo incompleto que hay en él. John se mueve en un ámbito de idealización. Magnifica la sexualidad y preserva un mundo de constante excitación. Cuando Liz se va no hay lugar para el duelo, ella debe ser sustituida. La farsa debe continuar para evitar caer en el sentimiento de la nada. Todo lo que comporta la dinámica de estos sujetos, llevar el placer a la necesidad, no soportar el dolor permite señalar que existir es exponerse a la falta y así, cuanto menos existe, más es. Esta forma de disminuir la existencia propia se traduce en depositar la necesidad que no ha sido llenada, y que no sabe llenar, en un otro.
Una última reflexión nos detiene en el terreno de los ideales que toman la vía mística, el heroísmo u otras banderas que definen la existencia del sujeto en una perspectiva pasional. ¿Comparten el mismo carácter de alienación? ¿Suponen un estado patológico? Sin pretender adentrarme en lo que son estas interesantes cuestiones, puedo afirmar que los elementos que he considerado en aquellos que sufren la pasión, están claramente presentes: el sacrificio que comporta renuncias diversas, el clima de idealización, y la aspiración de plenitud en el terreno que sea que se despliegue. Poseer los atributos con los cuales asegurar un poder de reconocimiento, de liderazgo, o hacer causa con la figura real o simbólica que puede dar cumplimiento a esa promesa, expresa por el camino del ideal, la búsqueda velada, pero no renegada, de la reivindicación de un sí mismo venido a menos por la derrota que supuso la castración. Encuentro otra diferencia fundamental, efecto de la sublimación. Las actividades que se emprenden no están dirigidas a un fin sexual, al contrario, hay una renuncia explícita en aras de la consagración de la vida al ideal. Oigamos un fragmento que Santa Teresa de Jesús, teóloga y mística dejó plasmado en sus poemas:
Esté en la muerte mi vida. Y en desprecios mi favor.
Mis tesoros en pobreza. Y mi triunfo en pelear.
Mi descanso en trabajar. Y mi contento en tristeza.
En la oscuridad mi luz. Mi grandeza en puesto bajo.
De mi camino el atajo. Y mi gloria sea la cruz.
Mi honra el abatimiento. Y mi palma el padecer....
En este sentido la existencia transcurre en hacer todo aquello que refiere a prestar servicio en aras del ideal. Ciertamente todo un sector personal ha quedado cercenado. Ha renunciado a los placeres tangibles, inmediatos; en realidad el placer está en función del ideal. La causa apunta a un hacer por otros, para otros. La reivindicación ha traspuesto la frontera narcisística yoica. Esto sin negar que la presencia de la muerte está en todas. La sublimación también puede estar presente en las distintas formas de pasión, pero acá es central. Claro está, las motivaciones inconscientes dejan su marca en toda elección y no tendríamos por que disentir de un anclaje en la recuperación narcisista a través del ideal.
Queda claro, a través de las ideas que hemos considerado, que la pasión vista desde esta perspectiva, que podríamos bien llamar, “la pasión en tanto disfunción”, no refiere a una condición de cualidad, común en diverso grado a todos los sujetos. El sujeto de la pasión organiza su vida en la búsqueda de un placer específico que conlleva sufrimiento. Su compromiso con la muerte queda sellado por la condición imprescindible de lo absoluto. El deseo queda atrapado por la necesidad y en ese terreno se despliegan las conductas pasionales. La problemática pasional apunta a las vicisitudes relativas a la estructuración del sí mismo. En el orden de lo necesario, de la sobrevivencia, comienzo de la existencia psíquica faltó ese sentido suficiente del otro que ha dejado al Yo transitando por el camino de una recuperación irreparable.
Referencias
Aulganier, P. (1979). Los destinos del placer. Barcelona: Petrel, 1980
Clavreul, J. (1966). “La pareja perversa” en El deseo y la perversión. Buenos Aires: Sudamericana, 1984
Freud, S. (1921). Psicología de las masas y análisis del Yo. Buenos Aires: Amorrortu, 1979
Luhmann, N. (1982). El amor como pasión. Barcelona: Península, 1985
Mac Dougall, J. (1976). Alegato por cierta anormalidad. Barcelona: Petrel, 1982
M'Uzan, de M. (1968). Del arte a la muerte. Barcelona: Icaria, 1978
Torres, A.T. (1993). El amor como síntoma. Caracas: Editorial Psicoanalítica
[1] Miembro Titular en función didáctica de la Sociedad Psicoanalitica de Caracas, IPA y FEPAL