A propósito de la relación médico paciente
El tema que hoy me ocupa no es nuevo. La literatura psicoanalítica lo trata con frecuencia; más aún, le dedica libros completos. En 1984, hubo en nuestro país un Simposio en el que se debatió en torno a la relación médico paciente como un aspecto fundamental para encarar el padecimiento humano. Lejos de ser un asunto agotado, la demanda creciente de atención especializada, el tiempo recortado que compromete la escucha, los valores preponderantes en la obtención de ganancias económicas, las condiciones de vida en un entorno social con problemáticas de creciente complejidad inciden en un abordaje cada vez mas deshumanizado. La relación médico paciente muestra a un sujeto aquejado de un síntoma o padecimiento que acude al especialista, conocedor de su mal, para ser tratado y curado. Nos concierne acá un aspecto que aunque implícito es poco tomado en cuenta. Se refiere al encuentro de dos sujetos, uno que demanda, otro que responde a esa demanda con sus estructuras psíquicas particulares que intervendrán de una u otra manera en la relación que sucede entre ambos. La incuestionabilidad de esta afirmación contrasta, sin embargo, con una formación académica que carece de conocimientos relativos al funcionamiento psíquico y que, en este particular, tiende a desconocer en su práctica clínica que la dimensión humana no se circunscribe a un cuerpo. Hoy por hoy no queda duda que la polaridad psíque-soma queda a un lado para entender la sintomatología en función de la totalidad que define al ser. Estamos hablando del sentido que tiene la enfermedad para el paciente que la padece y, en este particular, la desinformación que tiene el médico en cuanto a la organización personal de quien lo consulta, lo limitará para considerar aquellos procesos psíquicos fundamentales que acompañan el discurso específico del padecimiento. La terapéutica más adecuada queda así comprometida. Es el caso de un sujeto deprimido a quién rápidamente se medica o refiere al psiquiatra con esa indicación, obviando que podría corresponder otro tratamientopara abordar su problemática no necesariamente por la vía medicamentosa.
La psíque no es una entelequia ni un invento de la cultura occidental. El hecho de que no responda a la conformación anatómica y a la localización consecuente tienta a ignorarla. La investigación que llevó adelante S. Freud (1889-1938) en relación con la sintomatología que aquejaba a las pacientes que para comienzos de siglo atendía, lo llevó a conceptualizar la metapsicología que define, entre otros aportes innovadores, la existencia del inconsciente como un sistema de organización mental particular, que aunque ajeno al conocimiento inmediato del sujeto, interviene de manera fundamental. Una suerte de testigo oculto que dibujará la vida psíquica, repetimos, inseparable de un cuerpo y, agrego, de la inserción en una cultura determinada. El inconsciente, presente en lo que en sentido amplio y popular se conoce como la conducta que cada quién muestra, se expresa en una compleja trama de sentimientos, fantasías y tendencias que poseen una energía dinámica propia, ajena a la voluntad. Es parte del equipo personal, no se circunscribe a un pasado ni refiere a una respuesta única, está entretejido en todo el individuo. Casi durante un siglo hemos pretendido concebir, de acuerdo con una lógica racional, una localización anatómica de lo que llamamos aparato mental. Años atrás le escuché decir a un profesor de neuroanatomía que el inconsciente estaba debajo del hipotálamo. Es mucho más abstracto y, por lo tanto, difícil de mostrar una lógica que no refiere a localizaciones, hoy por hoy expresado como que el inconsciente circula y está estructurado como un lenguaje. Las experiencias infantiles, las identificaciones que se portan, los vínculos que se establecen, la manera de actuar tienen que ver con la historia personal. Cómo se sitúa el sujeto frente a lo que le sucede, frente a lo que puede y lo que no puede, frente al poder y la autoridad refiere a experiencias que intervendrán de forma activa. A pesar del carácter novedoso que tienen las diferentes relaciones que una persona establece, se repiten modos, valga la expresión, de acuerdo al modelo de los primeros vínculos que diseñaron la vida temprana del niño y que dejaron huella para toda la vida. El encuentro recoge, no sólo lo que ocurre explícitamente, hará presencia “muda” el inconsciente de cada quién. Es así como la persona del médico puede ser percibida no solamente con valoraciones que responden a cómo es, sino con otras que tienen que ver con quien consulta. En el lenguaje psicoanalítico, esto es conocido como transferencia, en sentido amplio fenómeno universal común a todos los seres humanos. Desde el quehacer del psicoanalista refiere a “... la repetición de prototipos infantiles, vividos con un marcado sentimiento de actualidad...” No se trata de sostener una propuesta determinista por la cual el presente se explica por lo vivenciado en el pasado infantil, distorsión popular que se le endilga al enfoque psicoanalítico. Refiere a determinados modos de relación en los que se cuelan deudas infantiles pendientes o intervienen marcas identificatorias tales como las particularidades del vínculo con el padre, en tanto figura normativa o la manera definida de conectarse con la madre, para cumplir viejos anhelos. El paciente sometido al abuso sistemático de su padre, envuelve, sin que se percate de ello, a los que tiene a su alrededor con el propósito de que se ajusten a lo que él pretende. Lo que ha hecho el psicoanálisis es identificar dicho fenómeno en la clínica y hacerlo parte de su técnica terapéutica. Si los vínculos recogen vivencias que se actualizan, abren una vía única para investigarlos y entenderlos. Las opciones de repetición se mueven, sin embargo, dentro de un amplio espectro. La sumisión aprendida frente a la palabra del padre puede, entre otras posibilidades, hacerse evidente demandando al especialista una indicación que tomará al pie de la letra o por el contrario enfrentándola por vivirla como una postura autoritaria.
Paralelamente, el paciente con su padecimiento y su discurso moviliza en direcciones diversas al profesional que lo escucha, movimiento del cual hay que rescatarse para garantizar un cierto espacio libre de la contaminación que comportaría entrometer lo personal. Estamos hablando de la “contratransferencia” que apunta a que la trama psíquica del médico también interviene. De esta manera podrá distorsionar la percepción de su paciente y, si bien, también inconsciente, se hará presente en su manera de abordarlo, negándose a oírlo, o exigiéndose responder a todos sus pedidos. En su condición de persona está expuesto, como el radiólogo a las radiaciones, a eso que el paciente moviliza en él; pero al mismo tiempo las reacciones que nos mueven son instrumento útil para incluir y contextualizar la información que recibimos. Los reiterados pedidos de alguien que consulta o el que viene de una larga lista de especialistas o nos compromete con una respuesta a la que en primera instancia no estamos dispuestos, asoma ese otro escenario que está interviniendo. Puede entenderse la enorme importancia que el profesional tome conciencia de lo que sucede en él a través de un trabajo psicoterapéutico personal, nunca suficientemente recomendado, que le dará también nuevas perspectivas para el abordaje de sus propios pacientes. La escucha del médico no circunscrita a lo puramente físico lo acerca al terreno de lo que sucede en cada ser humano. Aprender a manejar las angustias que despiertan situaciones como la muerte, el éxito, el fracaso, el aburrimiento, la exigencia, la descalificación o la competencia y descubrir que hacen efecto en su persona es parte del beneficio que trae un proceso psicoterapéutico. La propuesta de tratamiento favorece un oficio menos interferido y entrena para aquellas problemáticas que podrían comprometerlo emocionalmente. Discutir desde la clínica del caso o supervisar aquellos de particular dificultad, son otras opciones para un ejercicio donde lo personal está tan presente. La formación médica al entrenar, fundamentalmente, en lo que refiere al lenguaje del cuerpo, limita la comprensión de ese otro lenguaje de los afectos a lo que le dicta su sentido común o a tentar con significaciones sin el instrumento adecuado con el cual contextual izarlas. En este sentido, el saber médico como un saber cerrado ignora la riqueza que el encuentro con el paciente ofrece. Allí se hará presente, no sólo el padecimiento sintomático sino la herida narcisística por el padecimiento, lo que supone tener que depender de otro para la cura.
En el comienzo era un cuerpo
Concebir una mente y un cuerpo separados no se sostiene. La duda acerca de la vida psíquica en el bebé, se relaciona, entre otras razones, con lo rudimentario de la psique de esa época. Esto me lleva a reordenar un poco los conceptos. Sin desdecir aquellas teorías psicoanalíticas que conceptualizan un mundo imaginario de los comienzos poblado de fantasías, considero más aproximado subrayar la presencia de una psique que se inscribe en un cuerpo y que el ser de los orígenes tiene la difícil pero vital tarea, ayudado por los vínculos que lo sostienen, de representar, entiéndase situar ese suceder incesante que entendemos como la experiencia. De ahí en adelante quedará refrendada la indisolubilidad del sujeto que habita un cuerpo, lo que quiere decir, que más que efectos en el cuerpo de lo que nos acontece o la expresión psíquica del lenguaje corporal, se trata de una inscripción concomitante. Eso que he dado en llamar lo particular de cada quién es un largo proceso de significación psíquica en el que, si bien intervienen factores hereditarios, hoy tan subrayados en los avances de la investigación genética, se impregna de lo que será el efecto de la relación con un otro, al comienzo la madre o quien haga su función. Ese otro significativo que también será el padre y que se ampliará en un círculo de otras relaciones, no solamente satisface necesidades fundamentales para la sobrevivencia, sino que se convierte en lugar de intercambio, alojo de deseos y de angustias, lugar de identificación.
La “libidinización” refiere a una suerte de inversión en el pequeño ser de enunciados, referencias, aportes sensualizadores y gratificaciones que hacen posible la experiencia de placer. En esta línea de pensamiento es relevante intercalar otras conceptualizaciones. El esquema corporal, presencia anatómica común a todos los seres humanos, es el cuerpo de la experiencia inmediata que recogerá los efectos de lo que sucede en las vivencias cotidianas. La imagen del cuerpo se articula en las relaciones tempranas y depende de un encuentro afectivo. Es la madre quien introduce la noción de cuerpo y de sujeto, construyéndose entonces en la historia misma de ese ser de los comienzos al experimentarse con él mismo en una continuidad espacio-tiempo. Dice el Dr. García Maldonado (1997) que la vida de un individuo va configurando su historia y de ella lo que resulta relevante es la significación que para él ha adquirido y va adquiriendo. A través de la palabra el sujeto oye y se reconoce. Las vicisitudes que acompañan la experiencia temprana intervienen de manera definida en la significación del cuerpo y las mayores deprivaciones afectivas comprometen la respuesta somática. Llegamos así a suscribir que la matriz desde la que crece todo sujeto es psicosomática. A partir de la experimentación sensorial y perceptiva y sostenido por un alguien que otorga sentido, lo que sucede en los comienzos de su vida se registra en un espacio psíquico que será una suerte de archivo vivo. Intercalo acá la diferencia entre somatizar, la repuesta psicosomática y la manifestación hipocondríaca. Esta última supone padecer una enfermedad que no se tiene, mientras que la somatización recoge los conflictos que comprometen de manera diversa a una persona pudiendo alcanzar ciertas funciones del cuerpo; así la zona afectada es el lugar donde se representará la escena conflictiva. Ya me he referido a como la psicosomática es un terreno preparado desde el comienzo de la vida cuando se organiza la función corporal; pero la alteración específica apunta a enfermedades físicas en las que convergerán experiencias emocionales particulares y en las que, si bien la disposición hereditaria de tipo alérgico e inmunológico está presente, se sumarán los efectos que el vínculo de las primeras épocas ha dejado en la organización mental incipiente; una suerte de impronta para toda la vida. (Leisse, 1997).
La enfermedad siempre expresa algo y es fundamental que el especialista detecte de que más está hablando el paciente, si bien no para abordarlo desde la dimensión psíquica en tanto no es un psicoterapeuta, sí para conocer que ese idioma interviene. Delimitar su respuesta no siempre es fácil y así encontramos que algunos profesionales aplican conocimientos psicológicos “silvestres” o pseudointerpretaciones que pretenden jugar con significados, actitud similar a la del profano que recomienda medicaciones sin la calificación requerida. Recordemos que la interpretación es un instrumento específico que el psicoanalista utiliza con su paciente para comunicarle, a través de la palabra, aspectos que desconoce de sí mismo o de sus relaciones que le permitirán otras aproximaciones.
¿De qué otra cosa trata el enfermar? El padecimiento puede ser una vía de obtener “ganancias” adicionales que correspondería a lo que entendemos como el beneficio secundario que trae ser atendido o para evadir problemáticas inviables o hasta una manera de existir. Si el profesional desoye esto, actúa en una dirección parcial y hasta divergente de lo que en realidad involucra el padecimiento. A menudo circunscrito a la cura sintomática, porque de eso trata la demanda del paciente, llega a desconocer que la compleja causalidad de lo que allí interviene también refiere al significado que encierra la enfermedad, a su dimensión de símbolo de toda una experiencia; además la enfermedad implica cambios en la dinámica cotidiana. Así, la presencia viral en un niño que requiere hospitalización comportará una respuesta familiar determinada, una variación en su cotidianidad, un tratamiento inevitablemente invasivo, la experimentación de dolor, condiciones favorables de lo que entendemos como regresión. El paciente necesita y aún depende, circunstancias todas que muestran al sujeto para nada reducible a un cuerpo sufriente. Ni hablar de la casi ausente preparación que se le brinda para una intervención quirúrgica o un tratamiento prolongado, obviando las explicaciones necesarias a las que cada quién, no sólo tiene derecho, sino que requiere para asimilar el proceso por el cual atraviesa, además del papel que el paciente cumple en su propia mejoría. Nos estamos moviendo en el campo de cómo es registrada la enfermedad en función de lo que allí interviene. La meningitis que aquejó a una mujer, actualmente somatizadora, quedó como un recuerdo imborrable que la paciente achacaba a la renuencia del padre a posponer un viaje que tenía pautado, al tiempo que en su grupo familiar su sufrimiento era ignorado al ser señalada como la sana y la que menos atención demandaba. Años más tarde, se mostraría con un exagerado celo por su autonomía hasta el punto de que cualquier relación de compromiso afectivo se le volvía intolerable. El sentimiento de soledad y la incapacidad de sostener un vínculo amoroso alternaban con la reiterada preocupación por su apariencia, lo que la llevaría a la camilla de operaciones con la vivencia de una existencia fracasada. No entro a considerar la conflictiva en la que quedó trabada; sólo quiero destacar como el cuerpo carga con situaciones que no tienen otra vía de expresión.
Redefiniendo el cuerpo
Algunos mitos relativos al saber médico
En una época donde el acento de la actividad humana recae en el consumo y donde se valora de manera central la producción per se, rescatar la causa del sujeto es prioritario. Desde esta perspectiva nos preguntamos cuál es el status que ocupa el cuerpo, cómo y desde dónde se lo habla, cuánto afecta la preponderancia del valor económico y cuánto se menosprecia ese otro discurso desde el cada que individuo intenta, aún sin saberlo, decir algo. Otto Lima Gómez (1984) advierte que el tratamiento y la prevención de la enfermedad obligan a estudiar al hombre enfermo mientras que vemos como la práctica médica desconoce otras causas y mecanismos que intervienen en ella. El hombre enfermo está inserto en un contexto socio cultural a menudo dejado a un lado. Consideremos algunas variantes que la sociedad da a sus individuos en materia de salud. La eliminación física de los niños que nacían con deficiencias mentales, evidentes en ciertas épocas de la cultura griega, se troca hoy por la sistematización de ayuda especializada. Va quedando atrás el aislamiento de los minusválidos que se insertan en los mismos medios que los que no tienen esas problemáticas, en el entendido de que el estímulo y la socialización redundan en beneficios para los primeros, pero también para los segundos. El menosprecio a la mujer como ente pensante, aunado a un ideal estético que encuentra proliferación de opciones para corregir la apariencia física, desconoce la relevancia que supone asumir lo que no se tiene y lo que se pierde, además de una cierta creencia compartida del todo poder de lo que se busca. La proliferación de tratamientos de indudable novedad científica, como es el caso de las dificultades para lograr un embarazo, puede desconocer el costo emocional de una terapéutica invasiva y desgastadora desde todo punto de vista. Los crecientes recursos para vivir más años no se compadecen con la calidad de vida a la que tiene acceso un anciano y menos aún el empeño en prolongar una supervivencia por demás desgastadora que termina con las reservas de las que dispone su grupo familiar.
Nos encontramos así con un panorama irregular. El avance tecnológico ignorante de un ser humano integral tiende a prevalecer en el mundo contemporáneo. La creciente especialización médica recoge el discurso sintomático con el saber que le brinda su conocimiento no sin riesgo de considerar al paciente en forma dividida. Se trata de una respuesta también acunada desde el medio familiar, en las épocas cuando el bebé es atendido desde sus manifestaciones funcionales: hambre, sueño y la diversidad de sus necesidades. Lo demás, el llanto buscando contacto, el estímulo ante una carita desconcertada que recién se inaugura con el mundo o la lectura de sus incipientes expresiones serán vistos como complicaciones que han inventado ciertas teorías, desconociendo ese otro mundo que se pone en marcha desde el nacimiento. El comienzo de la vida corresponde a un período de dependencia absoluta en el que la relación con el mundo, léase, con la madre, es a través del cuerpo, lugar en el que se darán experiencias de la vida psíquica. La comunicación corporal que se produce es directa, preverbal, pre simbólica, y difícil de traducir en palabras (Leisse, l996) La ignorancia de este lenguaje incipiente define un vínculo que transitará obligadamente por lo corporal porque son únicamente esas las manifestaciones que se registran. Se instituye así una forma de intercambio donde el niño es visto sólo como un cuerpo, limitándose las respuestas a lo que refiere a las necesidades inmediatas.
Por otra parte, la aparición de nuevos padecimientos nos lleva a considerar en que contexto socio-cultural se plantea el tratamiento. Es el caso del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, SIDA. Al tratarse de una enfermedad de transmisión sexual, la terapéutica a seguir queda intervenida por prejuicios morales que llegan a señalarla con una conducta sexual transgresora. El temor al contagio, construcción no exenta de desinformación, añade un nuevo elemento al ostracismo al que se condena al paciente quién recoge una suerte de sentencia, ya no sólo orgánica, también social. De otra parte, esta la negación del medio como coadyuvante para la contracción de la enfermedad. Quién es el individuo que conforma nuestro mundo actual, qué modelos de identificación ofrece, a qué refieren los valores que exalta, de que adolecen la mayoría de nuestras instituciones sociales son parámetros que tienden a obviarse en detrimento de un diagnóstico y una terapéutica inevitablemente parciales. La práctica médica se sitúa en una sociedad individualista y paradójicamente desconocedora del individuo mientras que la formación académica no suele considerar estas complejidades por demás inherentes al ser humano que atiende. El avance de la medicina no se limita a investigaciones que abren nuevos caminos o a la erradicación de ciertas endemias. De qué se quejan los pacientes hoy, como han variado sus síntomas, de qué tratan sus demandas, qué más puede ofrecer esa relación tan circunscrita al discurso somático son algunas interrogantes que merecen mucho más que una discusión en un contexto donde la eficacia tiende a medirse en términos de producción económica.
La insistencia en la visión más integral de parte del especialista puede confundirse con la expectativa de que el médico lo sabe todo o la tendencia a esperar soluciones definitivas de su acto. Una razón fundamental tiene que ver con que el médico atiende lo que refiere a la preservación de la vida e investido de ese poder se lo eleva a la condición de un poder absoluto. El código de poder omnivodo puede o bien desconocer la dimensión psíquica del paciente o pretender abarcarlo todo, asumiendo un rol ajeno al tentar significaciones o establecer predicciones con el peligro que supone ignorar lo que pueden acarrear. Así como el cuerpo es un lenguaje para el médico con un funcionamiento fisiológico particular, la mente que habita el sujeto tiene también su discurso propio y comportará una formación y entrenamiento tratar con él. Veamos la siguiente experiencia: Una joven mujer sale embarazada por segunda vez en fecha muy cercana a la pérdida de su primer hijo. Cuando la noticia de su próxima maternidad le es confirmada por el obstetra, rompe a llorar expresando sus deseos contrapuestos. Dice que es todavía muy pronto, habla sobre sus proyectos de trabajo, tiene planes de irse del país por un tiempo para seguir una maestría hasta que el médico la interrumpe y le dice que le llama la atención como parece olvidar todo el sufrimiento que tuvo por el bebé muerto y la opción que ahora tiene para procrear otro hijo. Agrega, que ella debería considerar si el accidente que provocó la muerte de su bebé anterior tendría que ver con las contradicciones que para ella plantea la maternidad.
Es fácil suponer que la lectura de estas líneas invite a divergencias de opinión frente al decir de este médico. Unos se pronunciarán a favor de la falta de sustento o la elucubración de esta aseveración; otros pensarán sobre la agudeza del especialista conocedor de su paciente; pero lo que destaca es como este profesional se aventura en una hipótesis más allá de lo que incumbe a la relación al tentar una aproximación ajena a la conciencia de la paciente. Sus palabras tocan un terreno ciertamente conflictivo que involucra deseos contrapuestos, pero que amerita del idioma teórico técnico pertinente para tratar una problemática que rebasa su conocimiento. En otro extremo estaría el compromiso a responder de manera inequívoca al pedido del paciente. Aquí corresponde subrayar la posición de desvalimiento que lo lleva a ver en el especialista una suerte de salvador único. La vivencia de incapacidad o impotencia, pretende del experto la resolución total de su padecimiento lo que conlleva dependencia e infantilización. En el quehacer psicoanalítico lo conocemos como regresión y durante un tiempo puede ser inevitable, pero corresponde detectar que pedidos particulares comporta y como afecta la respuesta del médico. Pensemos un momento en las angustiosas llamadas de la madre recién parida a su pediatra o el cardiólogo que recibe los reclamos de su infartado o los familiares que urgen por explicaciones del cirujano. Al médico le compete recibir quejas, angustias o aún reclamos producto de lo que le sucede al paciente y no es tarea fácil cuidar la respuesta. En nuestro oficio se trata de la capacidad de rêverie,que ordena la información, le encuentra un sentido y la hace accesible a la escucha del paciente. La contrapartida es una actitud distante o impersonal que llegará a acentuar las posturas defensivas que no por inevitables son susceptibles de agudizarse en un ejercicio iatrogénico. No es extraño escuchar los elogios de un paciente que refiere la actitud afectuosa o explicadora que tiene su médico a veces para él más importante que la propia pericia. Por otra parte, la creencia a ultranza de que en la relación médico paciente hay uno que sabe y otro que no sabe desconoce que la tarea es de a dos lo que no desdice la diferencia que suponen ambos lugares.
Que la posición omnipotente y omnisciente que rodea la práctica médica es una construcción del orden del mito queda también en evidencia en el efecto que tiene un ejercicio que conlleva no pocas frustraciones. Hemos insistido en la limitación del saber y en la inevitable presencia del fracaso que conlleva el acto médico sin contar el delicado hilo en el que se pasea el prestigio de un quehacer competido. La discusión entre colegas de las dificultades que se presentan queda intervenida por un cierto afán de mostrar solamente la cara exitosa que también afectará un ejercicio solitario. Todo ello advierte en qué medida el narcisismo, presencia inherente a cada cual, queda en entredicho. Aquí nos tropezamos con el malentendido popular que califica como egoísmo esa esencia narcisista, entendiendo por tal, lo que refiere al sí mismo, a la valoración personal, a la estima de lo propio y desde esa perspectiva, las profesiones que se ocupan más directamente del padecimiento humano, sea de índole físico, psíquico o social están expuestos a ser tocados en sus propias vulnerabilidades afectivas. Podemos entender entonces los modos diversos en que a los pacientes, consciente o inconscientemente, se los coloca en posición de cumplir con necesidades personales, esperando de ellos reconocimiento, expresiones de afecto o aún soluciones de problemas económicos. No es tampoco infrecuente escuchar a los especialistas hablar de sus “casos”, jactándose de quienes son o comentando sus intimidades, delatando así las dificultades que representa tolerar lo que escucha. Los pedidos al paciente y, por ende, la ruptura de la necesaria distancia contamina e interfiere en una relación edificada sobre la base de la ayuda profesional. El ejercicio psicoanalítico comporta la llamada regla de abstinencia que refiere, entre otras condiciones, a preservar el espacio para lo que requiere el tratamiento apartando toda expectativa personal, lo que advierte una indicación siempre bienvenida para la delimitación de una relación que no es social, familiar o amistosa y que tiene sus propios parámetros. No estamos hablando de las posturas artificialmente distantes que redundan en actitudes indiferentes o impersonales ante el sufrimiento del paciente. El carácter de “caso” que antes señalaba muestra como la persona como tal es ignorada para evitar lo que puede suscitar; o para controlar las emociones inherentes al encuentro que se produce. Es cierto, también que desde el lado de la idealización del acto médico, se tiende a desconocer el hecho de que es un ser humano como cualquier otro pero ganar fama, hacer fortuna o pretender un estándar de vida alto puede contraponerse al estudio y la dedicación que este oficio comporta.
Así como he subrayado el componente narcisista que define la condición humana, quiero ahora referirme al otro eje que sostiene el ser de cada quién. Me refiero a la presencia de la castración, referente simbólico que advierte sobre la falta, no se tiene todo, no se es todo, no se puede todo. Esta limitación que sostiene la estructura de todo sujeto es también la fuerza que empuja las aspiraciones o ideales. Hacen sentido, entonces, las diferentes vías que toman los actos médicos; las jornadas de trabajo sin descanso, la intolerancia del fracaso, los crecientes esfuerzos en prolongar la vida a costa de las condiciones suficientes para que ello tenga sentido, la evitación de un mínimo espacio para atender las preocupaciones derivadas del tratamiento que se sigue.
Variable sociocultural y relación médico paciente
Cómo interviene la realidad social y los determinantes culturales en la relación médico paciente merece una particular reflexión. Desde las ideas que quiero comentar, me parece de fundamental importancia incluir la perspectiva de la ética. No creo exagerar al afirmar que un ejercicio dirigido al individuo termina por olvidarlo hasta en las consideraciones más elementales. La prioridad de atender un número elevado de pacientes, no sólo por razones de demanda, sino por lo que reporta económicamente, compromete el tiempo necesario para atender y entender qué lo aqueja. Desde esta misma consideración de la productividad, abundan las indicaciones de intervenciones costosas que redundan en ingresos para el galeno pero que son prescindibles o aún contraindicados. Otra evidencia del avance científico muestra la sofisticación de técnicas de investigación como tomografías, pruebas diversas computarizadas y otros métodos ciertamente útiles pero que reducen el encuentro clínico de innegable valor por el aporte de la información que da el relato del paciente y el oído del especialista que reúne la información situada en la particularidad del caso, además del efecto que tiene en la relación de confianza y de seguimiento de la terapéutica indicada. La disparidad entre un conocimiento más avanzado que desconoce las repercusiones que tendrá en la vida del paciente, es otro asunto a tratar. Es el caso de las técnicas de fertilización asistida que dan cabida a concepciones antes impensables, pero que además del costo monetario y emocional que suponen tratamientos tan invasivos, desestiman la repercusión que tendrá un embarazo múltiple ni lo que reportará a los futuros bebés. En la óptica médica no cabe la propuesta que atienda lo que psíquicamente se moviliza.
Demos un vistazo a la sala de espera de un consultorio cualquiera. Un grupo variable de pacientes aguarda fatigado para ser recibido. Una hora, dos, cuatro... Las ocupaciones o compromisos que cada quién tiene desaparecen en virtud de un arreglo arbitrario que solo considera como inviolable el tiempo del médico. Nunca he podido entender la dificultad de establecer un horario de citas, aún tomando en cuenta intervenciones de emergencia. La iatrogenia presente advertiría una suerte de vínculo sadomasoquista por el que el paciente se somete al “mal trato” de ese alguien dotado de poder. La condición de persona segmentada desde una tecnología parceladora forma parte de una praxis lamentablemente extendida. Veamos la siguiente anécdota que Meliá (1985) nos comunica. “Un paciente consulta por dolores en las encías provocados por 4 molares que mantenían una inflamación crónica de la zona. Con la finalidad de que le sean extraídas quirúrgicamente las piezas es remitido a una clínica reputada. Llega a las 7 a. m. Después de realizar los trámites de recepción, y una vez informado de cuál era su cuarto, se instala en el mismo. Al poco rato su estancia se ve interrumpida por una enfermera auxiliar que le toma los signos vitales; 20 minutos después entra la graduada que le ordena: “quítese la ropa y póngase esta bata, después se acuesta en la cama”. La persona trata de informarse si ya va a ser intervenido y recibe como respuesta que se desconoce la hora que estará libre el pabellón. Ante esto el paciente señala que prefiere permanecer vestido y leyendo una revista porque así la espera se le hace más cómoda y promete cumplir todas las indicaciones anteriores cuando se le informe que ya la intervención está próxima. Media hora después aparece un médico joven, posiblemente el residente, que le hace un pequeño interrogatorio referido a alergia, antibióticos, anestésicos, otras intervenciones y desaparece al terminar su cuestionario sin haberse presentado y sin informar sobre la finalidad de estos trámites. 10 minutos después entra otra enfermera graduada, “debe ser la jefa porque es más enérgica”, se dice el paciente; lo acusa de estar nervioso y toma como juicio que no se ha puesto la bata y acostado en la cama. Ante tanta insistencia el paciente acata las órdenes, se pone la bata, se acuesta y se duerme. A las 10 a. m. lo despiertan indicándole que se de la vuelta para inyectarlo. “La victima” sospecha que ya lo van a operar, pregunta y le informan que dentro de un rato le toca. Llega la camilla, lo trasladan al piso del pabellón, lo dejan en el pasillo, continúa trasportándolo un hombre; piensa, “debe ser un camillero” que lo lleva hasta el quirófano. Ahora otro individuo, vestido de blanco, lo acomoda en la cama... “¿Quién será éste? ¿El anestesista u otro camillero?”, se pregunta. Aparece una cara conocida, es el cirujano que lo saluda afectuosamente. En forma casi simultánea otra persona armada de una inyectadora le dice si es de los que no se duermen con la inyección. “¡Este debe ser el anestesista!”, concluye”.Mencionando unos pocos detalles, los temores pertinentes a una intervención, inevitablemente intrusiva, las ansiedades frente a una situación de indefensión, la mínima consideración que contemple informar y preparar al paciente son aquí ignorados casi de plano. Continúa Meliá: “El paciente en cuestión era yo que pese a ser médico y conocer el funcionamiento de una clínica y la idoneidad del personal que me atendió llegué a sentirme incómodo y desconcertado".
Para Terminar
El tiempo de reflexión en torno a estas ideas me traía de vuelta la pregunta sobre la razón de ser de este trabajo. Podría confundirse con una mirada crítica o aún juzgadora que propone un ideal de relación médico paciente. Lejos de la intención de estas líneas, nuestro oficio invita al cuestionamiento en función de las experiencias, mientras que el avance de la interdisciplina acerca espacios antes impensables. Un cirujano del corazón dialoga con un psicólogo clínico para el manejo de la familia de su recién paciente trasplantado; los niños son preparados psicológicamente para ser operados; el oncólogo intercambia con el psicoanalista que trata con una mujer que morirá pronto. La llamada “psiquiatría de enlace” concreta el abordaje del paciente en una visión que recoge la indisolubilidad psíquica y somática. La práctica psicoanalítica definió sus comienzos en una apertura desde la medicina para entender la sintomatología de pacientes diagnosticada como histéricas que no respondían a los tratamientos convencionales. Mucho camino ha recorrido el psicoanálisis desde entonces. Lamentablemente, las más de las veces por una flagrante distorsión se lo llega a entender como una terapéutica elitista o abstracta en la que un ser silente se limita a escuchar las palabras que otro ser tendido en el diván le comunica. Es la ignorancia frente a la riqueza que ofrece el discurso de la palabra, sea hablada o desplazada con otro disfraz. Nos abre el mundo del sujeto y sobre todo la intervención de eso vasto desconocido inconsciente. Es, en esencia, lo que pretendo subrayar en estas reflexiones. El paciente y su médico, enfrascados en el padecimiento físico, desdibujan la dimensión humana que interviene en ese encuentro.
Resumen
En este trabajo propongo considerar la relación médico paciente desde una comprensión psicoanalítica para subrayar que el padecimiento humano no se circunscribe a un cuerpo. La demanda creciente de atención especializada, el tiempo recortado que compromete la escucha y el acento en la ganancia económica, inciden en un abordaje cada vez más deshumanizado. El inconsciente, testigo oculto que dibuja la vida psíquica, la transferencia, la contratransferencia, la regresión, la dependencia y el beneficio secundario son considerados para subrayar que la escucha del médico no queda circunscrita a lo puramente físico. La enfermedad siempre expresa algo más, y si bien está fuera de la respuesta médica abordarlo desde la dimensión psíquica, es fundamental que conozca que ese idioma interviene. Pretendo también considerar quien es el paciente de hoy y cuales son las respuestas que se le ofrecen a la luz del contexto socio cultural. El encuentro médico paciente advierte complejidades que hacen efecto en el narcisismo y la castración que sostienen la estructura humana a la vez que invita al diálogo interdisciplinario, antes impensable.
Referencias
García Maldonado, J. (1994). Psicoanálisis y enfermedad somática. Trópicos, Revista de Psicoanálisis. Sociedad Psicoanalítica de Caracas: Año 4, Vol. 1 y 2.
Leisse de L, Alicia. (1997). El cuerpo: un lugar de lenguaje. Inédito.
Lima Gómez, O. (1984). Sobre medicina psicosomática. Psicoanálisis, Revista de la Asociación Venezolana de Psicoanálisis: Vol. 1.
Meliá. J. y Gómez. F. (1984). Hacia una comprensión de la relación médico-paciente con dolor. Psicoanálisis, Revista de la Asociación Venezolana de Psicoanálisis: Vol. 1.
El tema que hoy me ocupa no es nuevo. La literatura psicoanalítica lo trata con frecuencia; más aún, le dedica libros completos. En 1984, hubo en nuestro país un Simposio en el que se debatió en torno a la relación médico paciente como un aspecto fundamental para encarar el padecimiento humano. Lejos de ser un asunto agotado, la demanda creciente de atención especializada, el tiempo recortado que compromete la escucha, los valores preponderantes en la obtención de ganancias económicas, las condiciones de vida en un entorno social con problemáticas de creciente complejidad inciden en un abordaje cada vez mas deshumanizado. La relación médico paciente muestra a un sujeto aquejado de un síntoma o padecimiento que acude al especialista, conocedor de su mal, para ser tratado y curado. Nos concierne acá un aspecto que aunque implícito es poco tomado en cuenta. Se refiere al encuentro de dos sujetos, uno que demanda, otro que responde a esa demanda con sus estructuras psíquicas particulares que intervendrán de una u otra manera en la relación que sucede entre ambos. La incuestionabilidad de esta afirmación contrasta, sin embargo, con una formación académica que carece de conocimientos relativos al funcionamiento psíquico y que, en este particular, tiende a desconocer en su práctica clínica que la dimensión humana no se circunscribe a un cuerpo. Hoy por hoy no queda duda que la polaridad psíque-soma queda a un lado para entender la sintomatología en función de la totalidad que define al ser. Estamos hablando del sentido que tiene la enfermedad para el paciente que la padece y, en este particular, la desinformación que tiene el médico en cuanto a la organización personal de quien lo consulta, lo limitará para considerar aquellos procesos psíquicos fundamentales que acompañan el discurso específico del padecimiento. La terapéutica más adecuada queda así comprometida. Es el caso de un sujeto deprimido a quién rápidamente se medica o refiere al psiquiatra con esa indicación, obviando que podría corresponder otro tratamientopara abordar su problemática no necesariamente por la vía medicamentosa.
La psíque no es una entelequia ni un invento de la cultura occidental. El hecho de que no responda a la conformación anatómica y a la localización consecuente tienta a ignorarla. La investigación que llevó adelante S. Freud (1889-1938) en relación con la sintomatología que aquejaba a las pacientes que para comienzos de siglo atendía, lo llevó a conceptualizar la metapsicología que define, entre otros aportes innovadores, la existencia del inconsciente como un sistema de organización mental particular, que aunque ajeno al conocimiento inmediato del sujeto, interviene de manera fundamental. Una suerte de testigo oculto que dibujará la vida psíquica, repetimos, inseparable de un cuerpo y, agrego, de la inserción en una cultura determinada. El inconsciente, presente en lo que en sentido amplio y popular se conoce como la conducta que cada quién muestra, se expresa en una compleja trama de sentimientos, fantasías y tendencias que poseen una energía dinámica propia, ajena a la voluntad. Es parte del equipo personal, no se circunscribe a un pasado ni refiere a una respuesta única, está entretejido en todo el individuo. Casi durante un siglo hemos pretendido concebir, de acuerdo con una lógica racional, una localización anatómica de lo que llamamos aparato mental. Años atrás le escuché decir a un profesor de neuroanatomía que el inconsciente estaba debajo del hipotálamo. Es mucho más abstracto y, por lo tanto, difícil de mostrar una lógica que no refiere a localizaciones, hoy por hoy expresado como que el inconsciente circula y está estructurado como un lenguaje. Las experiencias infantiles, las identificaciones que se portan, los vínculos que se establecen, la manera de actuar tienen que ver con la historia personal. Cómo se sitúa el sujeto frente a lo que le sucede, frente a lo que puede y lo que no puede, frente al poder y la autoridad refiere a experiencias que intervendrán de forma activa. A pesar del carácter novedoso que tienen las diferentes relaciones que una persona establece, se repiten modos, valga la expresión, de acuerdo al modelo de los primeros vínculos que diseñaron la vida temprana del niño y que dejaron huella para toda la vida. El encuentro recoge, no sólo lo que ocurre explícitamente, hará presencia “muda” el inconsciente de cada quién. Es así como la persona del médico puede ser percibida no solamente con valoraciones que responden a cómo es, sino con otras que tienen que ver con quien consulta. En el lenguaje psicoanalítico, esto es conocido como transferencia, en sentido amplio fenómeno universal común a todos los seres humanos. Desde el quehacer del psicoanalista refiere a “... la repetición de prototipos infantiles, vividos con un marcado sentimiento de actualidad...” No se trata de sostener una propuesta determinista por la cual el presente se explica por lo vivenciado en el pasado infantil, distorsión popular que se le endilga al enfoque psicoanalítico. Refiere a determinados modos de relación en los que se cuelan deudas infantiles pendientes o intervienen marcas identificatorias tales como las particularidades del vínculo con el padre, en tanto figura normativa o la manera definida de conectarse con la madre, para cumplir viejos anhelos. El paciente sometido al abuso sistemático de su padre, envuelve, sin que se percate de ello, a los que tiene a su alrededor con el propósito de que se ajusten a lo que él pretende. Lo que ha hecho el psicoanálisis es identificar dicho fenómeno en la clínica y hacerlo parte de su técnica terapéutica. Si los vínculos recogen vivencias que se actualizan, abren una vía única para investigarlos y entenderlos. Las opciones de repetición se mueven, sin embargo, dentro de un amplio espectro. La sumisión aprendida frente a la palabra del padre puede, entre otras posibilidades, hacerse evidente demandando al especialista una indicación que tomará al pie de la letra o por el contrario enfrentándola por vivirla como una postura autoritaria.
Paralelamente, el paciente con su padecimiento y su discurso moviliza en direcciones diversas al profesional que lo escucha, movimiento del cual hay que rescatarse para garantizar un cierto espacio libre de la contaminación que comportaría entrometer lo personal. Estamos hablando de la “contratransferencia” que apunta a que la trama psíquica del médico también interviene. De esta manera podrá distorsionar la percepción de su paciente y, si bien, también inconsciente, se hará presente en su manera de abordarlo, negándose a oírlo, o exigiéndose responder a todos sus pedidos. En su condición de persona está expuesto, como el radiólogo a las radiaciones, a eso que el paciente moviliza en él; pero al mismo tiempo las reacciones que nos mueven son instrumento útil para incluir y contextualizar la información que recibimos. Los reiterados pedidos de alguien que consulta o el que viene de una larga lista de especialistas o nos compromete con una respuesta a la que en primera instancia no estamos dispuestos, asoma ese otro escenario que está interviniendo. Puede entenderse la enorme importancia que el profesional tome conciencia de lo que sucede en él a través de un trabajo psicoterapéutico personal, nunca suficientemente recomendado, que le dará también nuevas perspectivas para el abordaje de sus propios pacientes. La escucha del médico no circunscrita a lo puramente físico lo acerca al terreno de lo que sucede en cada ser humano. Aprender a manejar las angustias que despiertan situaciones como la muerte, el éxito, el fracaso, el aburrimiento, la exigencia, la descalificación o la competencia y descubrir que hacen efecto en su persona es parte del beneficio que trae un proceso psicoterapéutico. La propuesta de tratamiento favorece un oficio menos interferido y entrena para aquellas problemáticas que podrían comprometerlo emocionalmente. Discutir desde la clínica del caso o supervisar aquellos de particular dificultad, son otras opciones para un ejercicio donde lo personal está tan presente. La formación médica al entrenar, fundamentalmente, en lo que refiere al lenguaje del cuerpo, limita la comprensión de ese otro lenguaje de los afectos a lo que le dicta su sentido común o a tentar con significaciones sin el instrumento adecuado con el cual contextual izarlas. En este sentido, el saber médico como un saber cerrado ignora la riqueza que el encuentro con el paciente ofrece. Allí se hará presente, no sólo el padecimiento sintomático sino la herida narcisística por el padecimiento, lo que supone tener que depender de otro para la cura.
En el comienzo era un cuerpo
Concebir una mente y un cuerpo separados no se sostiene. La duda acerca de la vida psíquica en el bebé, se relaciona, entre otras razones, con lo rudimentario de la psique de esa época. Esto me lleva a reordenar un poco los conceptos. Sin desdecir aquellas teorías psicoanalíticas que conceptualizan un mundo imaginario de los comienzos poblado de fantasías, considero más aproximado subrayar la presencia de una psique que se inscribe en un cuerpo y que el ser de los orígenes tiene la difícil pero vital tarea, ayudado por los vínculos que lo sostienen, de representar, entiéndase situar ese suceder incesante que entendemos como la experiencia. De ahí en adelante quedará refrendada la indisolubilidad del sujeto que habita un cuerpo, lo que quiere decir, que más que efectos en el cuerpo de lo que nos acontece o la expresión psíquica del lenguaje corporal, se trata de una inscripción concomitante. Eso que he dado en llamar lo particular de cada quién es un largo proceso de significación psíquica en el que, si bien intervienen factores hereditarios, hoy tan subrayados en los avances de la investigación genética, se impregna de lo que será el efecto de la relación con un otro, al comienzo la madre o quien haga su función. Ese otro significativo que también será el padre y que se ampliará en un círculo de otras relaciones, no solamente satisface necesidades fundamentales para la sobrevivencia, sino que se convierte en lugar de intercambio, alojo de deseos y de angustias, lugar de identificación.
La “libidinización” refiere a una suerte de inversión en el pequeño ser de enunciados, referencias, aportes sensualizadores y gratificaciones que hacen posible la experiencia de placer. En esta línea de pensamiento es relevante intercalar otras conceptualizaciones. El esquema corporal, presencia anatómica común a todos los seres humanos, es el cuerpo de la experiencia inmediata que recogerá los efectos de lo que sucede en las vivencias cotidianas. La imagen del cuerpo se articula en las relaciones tempranas y depende de un encuentro afectivo. Es la madre quien introduce la noción de cuerpo y de sujeto, construyéndose entonces en la historia misma de ese ser de los comienzos al experimentarse con él mismo en una continuidad espacio-tiempo. Dice el Dr. García Maldonado (1997) que la vida de un individuo va configurando su historia y de ella lo que resulta relevante es la significación que para él ha adquirido y va adquiriendo. A través de la palabra el sujeto oye y se reconoce. Las vicisitudes que acompañan la experiencia temprana intervienen de manera definida en la significación del cuerpo y las mayores deprivaciones afectivas comprometen la respuesta somática. Llegamos así a suscribir que la matriz desde la que crece todo sujeto es psicosomática. A partir de la experimentación sensorial y perceptiva y sostenido por un alguien que otorga sentido, lo que sucede en los comienzos de su vida se registra en un espacio psíquico que será una suerte de archivo vivo. Intercalo acá la diferencia entre somatizar, la repuesta psicosomática y la manifestación hipocondríaca. Esta última supone padecer una enfermedad que no se tiene, mientras que la somatización recoge los conflictos que comprometen de manera diversa a una persona pudiendo alcanzar ciertas funciones del cuerpo; así la zona afectada es el lugar donde se representará la escena conflictiva. Ya me he referido a como la psicosomática es un terreno preparado desde el comienzo de la vida cuando se organiza la función corporal; pero la alteración específica apunta a enfermedades físicas en las que convergerán experiencias emocionales particulares y en las que, si bien la disposición hereditaria de tipo alérgico e inmunológico está presente, se sumarán los efectos que el vínculo de las primeras épocas ha dejado en la organización mental incipiente; una suerte de impronta para toda la vida. (Leisse, 1997).
La enfermedad siempre expresa algo y es fundamental que el especialista detecte de que más está hablando el paciente, si bien no para abordarlo desde la dimensión psíquica en tanto no es un psicoterapeuta, sí para conocer que ese idioma interviene. Delimitar su respuesta no siempre es fácil y así encontramos que algunos profesionales aplican conocimientos psicológicos “silvestres” o pseudointerpretaciones que pretenden jugar con significados, actitud similar a la del profano que recomienda medicaciones sin la calificación requerida. Recordemos que la interpretación es un instrumento específico que el psicoanalista utiliza con su paciente para comunicarle, a través de la palabra, aspectos que desconoce de sí mismo o de sus relaciones que le permitirán otras aproximaciones.
¿De qué otra cosa trata el enfermar? El padecimiento puede ser una vía de obtener “ganancias” adicionales que correspondería a lo que entendemos como el beneficio secundario que trae ser atendido o para evadir problemáticas inviables o hasta una manera de existir. Si el profesional desoye esto, actúa en una dirección parcial y hasta divergente de lo que en realidad involucra el padecimiento. A menudo circunscrito a la cura sintomática, porque de eso trata la demanda del paciente, llega a desconocer que la compleja causalidad de lo que allí interviene también refiere al significado que encierra la enfermedad, a su dimensión de símbolo de toda una experiencia; además la enfermedad implica cambios en la dinámica cotidiana. Así, la presencia viral en un niño que requiere hospitalización comportará una respuesta familiar determinada, una variación en su cotidianidad, un tratamiento inevitablemente invasivo, la experimentación de dolor, condiciones favorables de lo que entendemos como regresión. El paciente necesita y aún depende, circunstancias todas que muestran al sujeto para nada reducible a un cuerpo sufriente. Ni hablar de la casi ausente preparación que se le brinda para una intervención quirúrgica o un tratamiento prolongado, obviando las explicaciones necesarias a las que cada quién, no sólo tiene derecho, sino que requiere para asimilar el proceso por el cual atraviesa, además del papel que el paciente cumple en su propia mejoría. Nos estamos moviendo en el campo de cómo es registrada la enfermedad en función de lo que allí interviene. La meningitis que aquejó a una mujer, actualmente somatizadora, quedó como un recuerdo imborrable que la paciente achacaba a la renuencia del padre a posponer un viaje que tenía pautado, al tiempo que en su grupo familiar su sufrimiento era ignorado al ser señalada como la sana y la que menos atención demandaba. Años más tarde, se mostraría con un exagerado celo por su autonomía hasta el punto de que cualquier relación de compromiso afectivo se le volvía intolerable. El sentimiento de soledad y la incapacidad de sostener un vínculo amoroso alternaban con la reiterada preocupación por su apariencia, lo que la llevaría a la camilla de operaciones con la vivencia de una existencia fracasada. No entro a considerar la conflictiva en la que quedó trabada; sólo quiero destacar como el cuerpo carga con situaciones que no tienen otra vía de expresión.
Redefiniendo el cuerpo
Algunos mitos relativos al saber médico
En una época donde el acento de la actividad humana recae en el consumo y donde se valora de manera central la producción per se, rescatar la causa del sujeto es prioritario. Desde esta perspectiva nos preguntamos cuál es el status que ocupa el cuerpo, cómo y desde dónde se lo habla, cuánto afecta la preponderancia del valor económico y cuánto se menosprecia ese otro discurso desde el cada que individuo intenta, aún sin saberlo, decir algo. Otto Lima Gómez (1984) advierte que el tratamiento y la prevención de la enfermedad obligan a estudiar al hombre enfermo mientras que vemos como la práctica médica desconoce otras causas y mecanismos que intervienen en ella. El hombre enfermo está inserto en un contexto socio cultural a menudo dejado a un lado. Consideremos algunas variantes que la sociedad da a sus individuos en materia de salud. La eliminación física de los niños que nacían con deficiencias mentales, evidentes en ciertas épocas de la cultura griega, se troca hoy por la sistematización de ayuda especializada. Va quedando atrás el aislamiento de los minusválidos que se insertan en los mismos medios que los que no tienen esas problemáticas, en el entendido de que el estímulo y la socialización redundan en beneficios para los primeros, pero también para los segundos. El menosprecio a la mujer como ente pensante, aunado a un ideal estético que encuentra proliferación de opciones para corregir la apariencia física, desconoce la relevancia que supone asumir lo que no se tiene y lo que se pierde, además de una cierta creencia compartida del todo poder de lo que se busca. La proliferación de tratamientos de indudable novedad científica, como es el caso de las dificultades para lograr un embarazo, puede desconocer el costo emocional de una terapéutica invasiva y desgastadora desde todo punto de vista. Los crecientes recursos para vivir más años no se compadecen con la calidad de vida a la que tiene acceso un anciano y menos aún el empeño en prolongar una supervivencia por demás desgastadora que termina con las reservas de las que dispone su grupo familiar.
Nos encontramos así con un panorama irregular. El avance tecnológico ignorante de un ser humano integral tiende a prevalecer en el mundo contemporáneo. La creciente especialización médica recoge el discurso sintomático con el saber que le brinda su conocimiento no sin riesgo de considerar al paciente en forma dividida. Se trata de una respuesta también acunada desde el medio familiar, en las épocas cuando el bebé es atendido desde sus manifestaciones funcionales: hambre, sueño y la diversidad de sus necesidades. Lo demás, el llanto buscando contacto, el estímulo ante una carita desconcertada que recién se inaugura con el mundo o la lectura de sus incipientes expresiones serán vistos como complicaciones que han inventado ciertas teorías, desconociendo ese otro mundo que se pone en marcha desde el nacimiento. El comienzo de la vida corresponde a un período de dependencia absoluta en el que la relación con el mundo, léase, con la madre, es a través del cuerpo, lugar en el que se darán experiencias de la vida psíquica. La comunicación corporal que se produce es directa, preverbal, pre simbólica, y difícil de traducir en palabras (Leisse, l996) La ignorancia de este lenguaje incipiente define un vínculo que transitará obligadamente por lo corporal porque son únicamente esas las manifestaciones que se registran. Se instituye así una forma de intercambio donde el niño es visto sólo como un cuerpo, limitándose las respuestas a lo que refiere a las necesidades inmediatas.
Por otra parte, la aparición de nuevos padecimientos nos lleva a considerar en que contexto socio-cultural se plantea el tratamiento. Es el caso del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, SIDA. Al tratarse de una enfermedad de transmisión sexual, la terapéutica a seguir queda intervenida por prejuicios morales que llegan a señalarla con una conducta sexual transgresora. El temor al contagio, construcción no exenta de desinformación, añade un nuevo elemento al ostracismo al que se condena al paciente quién recoge una suerte de sentencia, ya no sólo orgánica, también social. De otra parte, esta la negación del medio como coadyuvante para la contracción de la enfermedad. Quién es el individuo que conforma nuestro mundo actual, qué modelos de identificación ofrece, a qué refieren los valores que exalta, de que adolecen la mayoría de nuestras instituciones sociales son parámetros que tienden a obviarse en detrimento de un diagnóstico y una terapéutica inevitablemente parciales. La práctica médica se sitúa en una sociedad individualista y paradójicamente desconocedora del individuo mientras que la formación académica no suele considerar estas complejidades por demás inherentes al ser humano que atiende. El avance de la medicina no se limita a investigaciones que abren nuevos caminos o a la erradicación de ciertas endemias. De qué se quejan los pacientes hoy, como han variado sus síntomas, de qué tratan sus demandas, qué más puede ofrecer esa relación tan circunscrita al discurso somático son algunas interrogantes que merecen mucho más que una discusión en un contexto donde la eficacia tiende a medirse en términos de producción económica.
La insistencia en la visión más integral de parte del especialista puede confundirse con la expectativa de que el médico lo sabe todo o la tendencia a esperar soluciones definitivas de su acto. Una razón fundamental tiene que ver con que el médico atiende lo que refiere a la preservación de la vida e investido de ese poder se lo eleva a la condición de un poder absoluto. El código de poder omnivodo puede o bien desconocer la dimensión psíquica del paciente o pretender abarcarlo todo, asumiendo un rol ajeno al tentar significaciones o establecer predicciones con el peligro que supone ignorar lo que pueden acarrear. Así como el cuerpo es un lenguaje para el médico con un funcionamiento fisiológico particular, la mente que habita el sujeto tiene también su discurso propio y comportará una formación y entrenamiento tratar con él. Veamos la siguiente experiencia: Una joven mujer sale embarazada por segunda vez en fecha muy cercana a la pérdida de su primer hijo. Cuando la noticia de su próxima maternidad le es confirmada por el obstetra, rompe a llorar expresando sus deseos contrapuestos. Dice que es todavía muy pronto, habla sobre sus proyectos de trabajo, tiene planes de irse del país por un tiempo para seguir una maestría hasta que el médico la interrumpe y le dice que le llama la atención como parece olvidar todo el sufrimiento que tuvo por el bebé muerto y la opción que ahora tiene para procrear otro hijo. Agrega, que ella debería considerar si el accidente que provocó la muerte de su bebé anterior tendría que ver con las contradicciones que para ella plantea la maternidad.
Es fácil suponer que la lectura de estas líneas invite a divergencias de opinión frente al decir de este médico. Unos se pronunciarán a favor de la falta de sustento o la elucubración de esta aseveración; otros pensarán sobre la agudeza del especialista conocedor de su paciente; pero lo que destaca es como este profesional se aventura en una hipótesis más allá de lo que incumbe a la relación al tentar una aproximación ajena a la conciencia de la paciente. Sus palabras tocan un terreno ciertamente conflictivo que involucra deseos contrapuestos, pero que amerita del idioma teórico técnico pertinente para tratar una problemática que rebasa su conocimiento. En otro extremo estaría el compromiso a responder de manera inequívoca al pedido del paciente. Aquí corresponde subrayar la posición de desvalimiento que lo lleva a ver en el especialista una suerte de salvador único. La vivencia de incapacidad o impotencia, pretende del experto la resolución total de su padecimiento lo que conlleva dependencia e infantilización. En el quehacer psicoanalítico lo conocemos como regresión y durante un tiempo puede ser inevitable, pero corresponde detectar que pedidos particulares comporta y como afecta la respuesta del médico. Pensemos un momento en las angustiosas llamadas de la madre recién parida a su pediatra o el cardiólogo que recibe los reclamos de su infartado o los familiares que urgen por explicaciones del cirujano. Al médico le compete recibir quejas, angustias o aún reclamos producto de lo que le sucede al paciente y no es tarea fácil cuidar la respuesta. En nuestro oficio se trata de la capacidad de rêverie,que ordena la información, le encuentra un sentido y la hace accesible a la escucha del paciente. La contrapartida es una actitud distante o impersonal que llegará a acentuar las posturas defensivas que no por inevitables son susceptibles de agudizarse en un ejercicio iatrogénico. No es extraño escuchar los elogios de un paciente que refiere la actitud afectuosa o explicadora que tiene su médico a veces para él más importante que la propia pericia. Por otra parte, la creencia a ultranza de que en la relación médico paciente hay uno que sabe y otro que no sabe desconoce que la tarea es de a dos lo que no desdice la diferencia que suponen ambos lugares.
Que la posición omnipotente y omnisciente que rodea la práctica médica es una construcción del orden del mito queda también en evidencia en el efecto que tiene un ejercicio que conlleva no pocas frustraciones. Hemos insistido en la limitación del saber y en la inevitable presencia del fracaso que conlleva el acto médico sin contar el delicado hilo en el que se pasea el prestigio de un quehacer competido. La discusión entre colegas de las dificultades que se presentan queda intervenida por un cierto afán de mostrar solamente la cara exitosa que también afectará un ejercicio solitario. Todo ello advierte en qué medida el narcisismo, presencia inherente a cada cual, queda en entredicho. Aquí nos tropezamos con el malentendido popular que califica como egoísmo esa esencia narcisista, entendiendo por tal, lo que refiere al sí mismo, a la valoración personal, a la estima de lo propio y desde esa perspectiva, las profesiones que se ocupan más directamente del padecimiento humano, sea de índole físico, psíquico o social están expuestos a ser tocados en sus propias vulnerabilidades afectivas. Podemos entender entonces los modos diversos en que a los pacientes, consciente o inconscientemente, se los coloca en posición de cumplir con necesidades personales, esperando de ellos reconocimiento, expresiones de afecto o aún soluciones de problemas económicos. No es tampoco infrecuente escuchar a los especialistas hablar de sus “casos”, jactándose de quienes son o comentando sus intimidades, delatando así las dificultades que representa tolerar lo que escucha. Los pedidos al paciente y, por ende, la ruptura de la necesaria distancia contamina e interfiere en una relación edificada sobre la base de la ayuda profesional. El ejercicio psicoanalítico comporta la llamada regla de abstinencia que refiere, entre otras condiciones, a preservar el espacio para lo que requiere el tratamiento apartando toda expectativa personal, lo que advierte una indicación siempre bienvenida para la delimitación de una relación que no es social, familiar o amistosa y que tiene sus propios parámetros. No estamos hablando de las posturas artificialmente distantes que redundan en actitudes indiferentes o impersonales ante el sufrimiento del paciente. El carácter de “caso” que antes señalaba muestra como la persona como tal es ignorada para evitar lo que puede suscitar; o para controlar las emociones inherentes al encuentro que se produce. Es cierto, también que desde el lado de la idealización del acto médico, se tiende a desconocer el hecho de que es un ser humano como cualquier otro pero ganar fama, hacer fortuna o pretender un estándar de vida alto puede contraponerse al estudio y la dedicación que este oficio comporta.
Así como he subrayado el componente narcisista que define la condición humana, quiero ahora referirme al otro eje que sostiene el ser de cada quién. Me refiero a la presencia de la castración, referente simbólico que advierte sobre la falta, no se tiene todo, no se es todo, no se puede todo. Esta limitación que sostiene la estructura de todo sujeto es también la fuerza que empuja las aspiraciones o ideales. Hacen sentido, entonces, las diferentes vías que toman los actos médicos; las jornadas de trabajo sin descanso, la intolerancia del fracaso, los crecientes esfuerzos en prolongar la vida a costa de las condiciones suficientes para que ello tenga sentido, la evitación de un mínimo espacio para atender las preocupaciones derivadas del tratamiento que se sigue.
Variable sociocultural y relación médico paciente
Cómo interviene la realidad social y los determinantes culturales en la relación médico paciente merece una particular reflexión. Desde las ideas que quiero comentar, me parece de fundamental importancia incluir la perspectiva de la ética. No creo exagerar al afirmar que un ejercicio dirigido al individuo termina por olvidarlo hasta en las consideraciones más elementales. La prioridad de atender un número elevado de pacientes, no sólo por razones de demanda, sino por lo que reporta económicamente, compromete el tiempo necesario para atender y entender qué lo aqueja. Desde esta misma consideración de la productividad, abundan las indicaciones de intervenciones costosas que redundan en ingresos para el galeno pero que son prescindibles o aún contraindicados. Otra evidencia del avance científico muestra la sofisticación de técnicas de investigación como tomografías, pruebas diversas computarizadas y otros métodos ciertamente útiles pero que reducen el encuentro clínico de innegable valor por el aporte de la información que da el relato del paciente y el oído del especialista que reúne la información situada en la particularidad del caso, además del efecto que tiene en la relación de confianza y de seguimiento de la terapéutica indicada. La disparidad entre un conocimiento más avanzado que desconoce las repercusiones que tendrá en la vida del paciente, es otro asunto a tratar. Es el caso de las técnicas de fertilización asistida que dan cabida a concepciones antes impensables, pero que además del costo monetario y emocional que suponen tratamientos tan invasivos, desestiman la repercusión que tendrá un embarazo múltiple ni lo que reportará a los futuros bebés. En la óptica médica no cabe la propuesta que atienda lo que psíquicamente se moviliza.
Demos un vistazo a la sala de espera de un consultorio cualquiera. Un grupo variable de pacientes aguarda fatigado para ser recibido. Una hora, dos, cuatro... Las ocupaciones o compromisos que cada quién tiene desaparecen en virtud de un arreglo arbitrario que solo considera como inviolable el tiempo del médico. Nunca he podido entender la dificultad de establecer un horario de citas, aún tomando en cuenta intervenciones de emergencia. La iatrogenia presente advertiría una suerte de vínculo sadomasoquista por el que el paciente se somete al “mal trato” de ese alguien dotado de poder. La condición de persona segmentada desde una tecnología parceladora forma parte de una praxis lamentablemente extendida. Veamos la siguiente anécdota que Meliá (1985) nos comunica. “Un paciente consulta por dolores en las encías provocados por 4 molares que mantenían una inflamación crónica de la zona. Con la finalidad de que le sean extraídas quirúrgicamente las piezas es remitido a una clínica reputada. Llega a las 7 a. m. Después de realizar los trámites de recepción, y una vez informado de cuál era su cuarto, se instala en el mismo. Al poco rato su estancia se ve interrumpida por una enfermera auxiliar que le toma los signos vitales; 20 minutos después entra la graduada que le ordena: “quítese la ropa y póngase esta bata, después se acuesta en la cama”. La persona trata de informarse si ya va a ser intervenido y recibe como respuesta que se desconoce la hora que estará libre el pabellón. Ante esto el paciente señala que prefiere permanecer vestido y leyendo una revista porque así la espera se le hace más cómoda y promete cumplir todas las indicaciones anteriores cuando se le informe que ya la intervención está próxima. Media hora después aparece un médico joven, posiblemente el residente, que le hace un pequeño interrogatorio referido a alergia, antibióticos, anestésicos, otras intervenciones y desaparece al terminar su cuestionario sin haberse presentado y sin informar sobre la finalidad de estos trámites. 10 minutos después entra otra enfermera graduada, “debe ser la jefa porque es más enérgica”, se dice el paciente; lo acusa de estar nervioso y toma como juicio que no se ha puesto la bata y acostado en la cama. Ante tanta insistencia el paciente acata las órdenes, se pone la bata, se acuesta y se duerme. A las 10 a. m. lo despiertan indicándole que se de la vuelta para inyectarlo. “La victima” sospecha que ya lo van a operar, pregunta y le informan que dentro de un rato le toca. Llega la camilla, lo trasladan al piso del pabellón, lo dejan en el pasillo, continúa trasportándolo un hombre; piensa, “debe ser un camillero” que lo lleva hasta el quirófano. Ahora otro individuo, vestido de blanco, lo acomoda en la cama... “¿Quién será éste? ¿El anestesista u otro camillero?”, se pregunta. Aparece una cara conocida, es el cirujano que lo saluda afectuosamente. En forma casi simultánea otra persona armada de una inyectadora le dice si es de los que no se duermen con la inyección. “¡Este debe ser el anestesista!”, concluye”.Mencionando unos pocos detalles, los temores pertinentes a una intervención, inevitablemente intrusiva, las ansiedades frente a una situación de indefensión, la mínima consideración que contemple informar y preparar al paciente son aquí ignorados casi de plano. Continúa Meliá: “El paciente en cuestión era yo que pese a ser médico y conocer el funcionamiento de una clínica y la idoneidad del personal que me atendió llegué a sentirme incómodo y desconcertado".
Para Terminar
El tiempo de reflexión en torno a estas ideas me traía de vuelta la pregunta sobre la razón de ser de este trabajo. Podría confundirse con una mirada crítica o aún juzgadora que propone un ideal de relación médico paciente. Lejos de la intención de estas líneas, nuestro oficio invita al cuestionamiento en función de las experiencias, mientras que el avance de la interdisciplina acerca espacios antes impensables. Un cirujano del corazón dialoga con un psicólogo clínico para el manejo de la familia de su recién paciente trasplantado; los niños son preparados psicológicamente para ser operados; el oncólogo intercambia con el psicoanalista que trata con una mujer que morirá pronto. La llamada “psiquiatría de enlace” concreta el abordaje del paciente en una visión que recoge la indisolubilidad psíquica y somática. La práctica psicoanalítica definió sus comienzos en una apertura desde la medicina para entender la sintomatología de pacientes diagnosticada como histéricas que no respondían a los tratamientos convencionales. Mucho camino ha recorrido el psicoanálisis desde entonces. Lamentablemente, las más de las veces por una flagrante distorsión se lo llega a entender como una terapéutica elitista o abstracta en la que un ser silente se limita a escuchar las palabras que otro ser tendido en el diván le comunica. Es la ignorancia frente a la riqueza que ofrece el discurso de la palabra, sea hablada o desplazada con otro disfraz. Nos abre el mundo del sujeto y sobre todo la intervención de eso vasto desconocido inconsciente. Es, en esencia, lo que pretendo subrayar en estas reflexiones. El paciente y su médico, enfrascados en el padecimiento físico, desdibujan la dimensión humana que interviene en ese encuentro.
Resumen
En este trabajo propongo considerar la relación médico paciente desde una comprensión psicoanalítica para subrayar que el padecimiento humano no se circunscribe a un cuerpo. La demanda creciente de atención especializada, el tiempo recortado que compromete la escucha y el acento en la ganancia económica, inciden en un abordaje cada vez más deshumanizado. El inconsciente, testigo oculto que dibuja la vida psíquica, la transferencia, la contratransferencia, la regresión, la dependencia y el beneficio secundario son considerados para subrayar que la escucha del médico no queda circunscrita a lo puramente físico. La enfermedad siempre expresa algo más, y si bien está fuera de la respuesta médica abordarlo desde la dimensión psíquica, es fundamental que conozca que ese idioma interviene. Pretendo también considerar quien es el paciente de hoy y cuales son las respuestas que se le ofrecen a la luz del contexto socio cultural. El encuentro médico paciente advierte complejidades que hacen efecto en el narcisismo y la castración que sostienen la estructura humana a la vez que invita al diálogo interdisciplinario, antes impensable.
Referencias
García Maldonado, J. (1994). Psicoanálisis y enfermedad somática. Trópicos, Revista de Psicoanálisis. Sociedad Psicoanalítica de Caracas: Año 4, Vol. 1 y 2.
Leisse de L, Alicia. (1997). El cuerpo: un lugar de lenguaje. Inédito.
Lima Gómez, O. (1984). Sobre medicina psicosomática. Psicoanálisis, Revista de la Asociación Venezolana de Psicoanálisis: Vol. 1.
Meliá. J. y Gómez. F. (1984). Hacia una comprensión de la relación médico-paciente con dolor. Psicoanálisis, Revista de la Asociación Venezolana de Psicoanálisis: Vol. 1.