En el enfoque de la psicosomática en la infancia que hoy nos ocupa, he elegido un ángulo que no se limita a la psicopatología. Me refiero al propósito de discurrir en torno al cuerpo, punto de partida de la articulación psíquica del sujeto en tanto significado como tal. La polémica que disputa el compromiso orgánico o psíquico para comprender las disfunciones que refieren a la clínica psicosomática se diluye en una lucha estéril. Por un lado, desconoce la presencia simultánea de elementos corporales físicos y psicológicos, por el otro, sacrifica la interdisciplina fundamental para abordar el sufrimiento humano.
Un rápido recuento de lo que ha sido la trayectoria en este campo muestra diversas perspectivas para explicar el trastorno corporal que aquí nos ocupa. La consideración circunscrita a factores hereditarios que predisponen como desencadenante de la enfermedad obviando el compromiso emocional no se sostiene y las investigaciones apuntarán a una conflictiva psicodinámica en la entidad psicosomática. Sin embargo, no se logró un soporte teórico suficiente que diera cuenta de que determinaba su naturaleza específica o que explicara que llevaba a que un individuo se organizara como un ser psicosomático. Posteriormente, se producen hallazgos de gran importancia. Bajo la dirección de Marty, (1989) se crea un grupo de investigación y comienza el estudio de la psicosomática como disciplina científica. Definirán un cierto perfil de organización psíquica donde el pensamiento concreto, la falta de matices emocionales en los vínculos y la ausencia de tono vital acompañan una deficiente elaboración mental, condiciones todas que allanan el camino para la somatización. Las divergencias entre los que afirman la presencia de una simbolización particular que hay que develar y los que descartan tal posibilidad al tratarse de patologías que se gestan en épocas muy tempranas de la vida se mantiene. La pregunta por el sentido que tiene toda manifestación psicosomática sigue abierta pero en lugar de la afirmación dualista psique-soma, el enfoque es desde una concepción monista.
Pertenecen a la clínica psicosomática las enfermedades físicas estructuradas con una dimensión real en la que intervienen factores psíquicos o conflictivos. La disposición hereditaria de tipo alérgico e inmunológico hace presencia, hecho siempre reconocido por el psicoanálisis, aún cuando su óptica se dirija a la preponderancia que tiene el medio en la constitución del sujeto basado en el vínculo del niño con su madre. La relación perturbada en este proceso da lugar a patologías diversas entre las que se encuentra la psicosomática. Ello da cuenta del papel que juegan las vicisitudes tempranas que dejarán marca para toda la vida.
Viene al caso hacer una diferenciación muy somera en lo que refiere a los problemas neuróticos y la psicosomática. Los primeros recogen los conflictos que comprometen de manera diversa a una persona pudiendo alcanzar ciertas funciones del cuerpo. La zona afectada es el lugar donde se representará la escena conflictiva. Es el caso de una niña enurética que arrastra un problema de separación con la madre ante sus ausencias por períodos prolongados. El síntoma refiere a lo que busca ser simbolizado, la separación es pensada aunque cause pesar o sea inaceptable. La culpa, el sentimiento de exclusión, tener o no lo que se desea es lo que prevalece.
En la psicosomática, la disfunción remite también a un significado desconocido por el sujeto, pero el sentido tiene que ser buscado en otra parte. El terreno es preparado desde un comienzo cuando se organiza la función corporal. Las vías respiratorias, pongamos por caso, pueden ser el punto de partida de una alteración que se gesta en un intercambio temprano cargado de privación. Se da más en relaciones que refieren a la necesidad cuando se inscriben las primeras vivencias.
En este orden de ideas me ha interesado en particular la perspectiva del cuerpo como lenguaje. La organización inicial llamada muy acertadamente narcisismo fundamental por Dolto (1986), es un soporte indispensable del sujeto humano que refiere a la constitución de la noción de sí mismo y del otro, al sentido de ser, de tener cohesión, de acceder a la descarga, de poder representar, de decodificar progresivamente las señales, de simbolizar. Se trata de un largo camino de adquisiciones que comienzan con un cuerpo y que como bien señala McDougall (1989), refiere a “un cuerpo y una psíque para dos personas”, en tanto no hay y no habrá por un tiempo diferenciación entre el bebé y la madre. Es un período de dependencia absoluta en el que la relación es a través del cuerpo, lugar en el que se darán experiencias del orden de la vida psíquica. La comunicación corporal es directa, preverbal, presimbólica, difícil de traducir en palabras.
La madre provee a su bebé y esas provisiones son fundamentales para la vida biológica y psíquica. Las privaciones a las que es sometido pueden traducir vivencias afectivas y mentales que sobrepasan las defensas incipientes con las que cuenta. Para enfrentarlas responde con lo único que tiene a mano, con su cuerpo, respuesta que recoge un lenguaje no de palabra sino de acción. La modificación funcional aparece pudiendo generar un trastorno orgánico pero es además una manera fija y desviada de comunicación. Así la pequeña habitualmente descuidada, olvidada en la cuna o en el corral modifica la respuesta de la madre en tanto el ataque recurrente de asma obliga a cuidados especiales, a la presencia diligente. Es como si el vínculo se produjera en la enfermedad, fuera de ella la niña no es pensada, queda ausente.
La enfermedad somática implica una comunicación virtual de orden no verbal. La falla materna puede reforzar la dependencia psicológica en la búsqueda de una presencia obligada por la necesidad. Muy lejos ha quedado en este intercambio la “libidinización” o erotización del cuerpo, entendiendo por tal, la introducción de referencias, de nombre, de proyectos que hacen del cuerpo un lugar de deseo y un lugar de placer.
Desde el ángulo de la psicosomática infantil, el acento que pongo en el lenguaje del cuerpo advierte que nos encontramos frente a un sujeto en pleno desarrollo temprano, vulnerable y fácil presa de los efectos de una deficiente interrelación con sus objetos, pero a la vez en proceso de sucesivas significaciones que darán un curso particular de ratificación patológica o de rectificación de las experiencias. Esto marca una diferencia relevante con respecto al adulto, que aunque susceptible de cambio, muestra una mayor definición estructural.
Volvamos ahora al escenario de la relación madre-hijo. Introduzco aquí conceptos de Dolto, (1990) con los cuales coincido y que pueden clarificar algunas ideas pertinentes a nuestra línea de exposición. El esquema corporal refiere a la presencia anatómica natural común a todos los seres humanos. Es el cuerpo actual en la experiencia inmediata que aún cuando puede desarrollarse hasta en condiciones de desamparo afectivo, recogerá los efectos de lo que sucede en el vínculo con la madre como heridas en su propio organismo. El intercambio entre ambos, durante un largo tiempo, ocurrirá en este terreno. La imagen del cuerpo que se irá articulando en la relación sujeto a sujeto depende siempre de un encuentro afectivo, y es el enunciado materno quien introducirá la noción de cuerpo y de sujeto. La palabra es la vía por la que el pequeño ser comenzará el registro de oírse y reconocerse como sujeto y ello sostiene la función simbólica, fundamento de la vida psíquica como modo de representación. En sentido amplio, es hacer presencia, figurar, registrar, distinguir. La imagen del cuerpo se construye en la historia misma del sujeto y le permite experimentarse en un ser él mismo, en una continuidad espacio-tiempo. Si la representación está perturbada da lugar a desordenes fisiológicos. De igual manera, si el recorrido natural que sigue el bebé no es significado con la palabra, se producen fallas, el cuerpo existe solamente como lugar de necesidad.
Es muy frecuente que la angustia por la disfunción somática sea todo lo que puede ser reconocido por el entorno del niño. Al no ser recogido lo que hablan los síntomas, se lo ve únicamente como un cuerpo. Es más que habitual que un cuadro orgánico se escuche como baja de defensas de origen viral o bacterial, por citar un ejemplo. La certeza del diagnóstico ignora, sin embargo, las circunstancias afectivas por las que atraviesa el niño, el regreso de la madre al trabajo, el destete, o un nuevo embarazo. Es como si se excluyera de su mundo la respuesta emocional y en esa medida es negado como sujeto, como si se tratara de un ser sin existencia psíquica. Nos aclara Dejours, (1992) que cuando ocurre una vivencia que el bebé no puede ni descodificar, ni contrarrestar, y que nadie lo hace por él, se produce un hecho de violencia que se traduce en una somatización. Son acontecimientos que sobrecargan su capacidad de tolerancia habitual. La enfermedad se hace necesaria. Representaciones no reconocidas cargadas de excitaciones displacenteras, ahogadas en su expresión, precipitan el camino para el desorden psicosomático.
Los afectos dolorosos o excitantes han sido ignorados por un otro que no da cuenta de ello, lo que hace efecto como peligro de abandono, de vacío, de aniquilación. Toda prueba difícil es una experiencia de supervivencia del cuerpo y es como si el recurso para asimilarla fuera el psiquismo. Allí es donde la palabra de ese otro materno viene en auxilio para decir lo que el cuerpo trata de expresar. El lenguaje lleva al cuerpo a ser imaginarizado, es la vía que se abre a la vida psíquica, lugar de intercambio de sujeto a sujeto, donde se hilvanan las experiencias emocionales, lugar de goce, lugar de deseo. El bebé se hace sujeto accediendo a esa vida psíquica. Es así como se vale de partes del cuerpo, las usa con cierta independencia de su destino original. Dejours, (1992) lo entiende como subversión, término que da cuenta de que manera ciertas zonas son arrancadas de sus dueños originales paro una nueva función, del orden fisiológico de satisfacción de la necesidad al orden psíquico de consecución del placer. Son clásicos los ejemplos del bebé que se queda prendido del pecho de la madre por el mero disfrute que le aporta, o el niño que juega a retener o expeler sus heces cuando y donde mejor le parezca con satisfacciones que rebasan la evacuación como tal. Todo ello da cuenta de la cohesión sujeto-imagen del cuerpo-esquema corporal.
Veamos un poco más de cerca cómo se significa el cuerpo en la dimensión psicosomática. Lo que hemos considerado hasta ahora permite afirmar que el lenguaje “transita” por todo el cuerpo, afirmación ésta de gran importancia porque trae a primer plano la marca de los padres en la organización psíquica del niño. Como el lenguaje, tampoco el pensamiento ni la representación se localizan en el cerebro, circula, por así decirlo. Si bien la situación triangular conformada por los padres y el niño ya existe, la madre marca su carácter de objeto indispensable en tanto se identifica con el bebé, lo reconoce en su cuerpo y le va otorgando sucesivamente palabras, nombrando sus estados emocionales, significando las experiencias, modelando la posibilidad de pensar. El encuentro de una madre con su hijo no puede sostenerse en la sola atención al cuerpo fisiológico. Que ponga palabras, tonalidades, ritmo, modulación aporta la noción de una presencia viva, estimulante, gestadora de la existencia de un sujeto psíquico. El lazo cuerpo- psique es un entretejido que la madre construye a partir de los hilos de los que dispone el niño; mucho más adelante él podrá proseguirlo por su cuenta. Las imágenes que extrae de la experiencia corporal recogen sensaciones placenteras que consolidan la imagen del cuerpo.
A menudo se señala el escaso papel que cumple el padre en la primera infancia, negándose de esta manera su presencia en la escena triádica, el mundo aparte que forma con la madre. Algunos dicen que para el pequeño está detrás o como afirma Dejours, (1992), el bebé se relaciona con la madre y con la amante del padre, lo que quiere decir que el deseo de ésta, no está puesto en el bebé en tanto deseo sexual dirigido al padre. Es como si éste le quitara las cargas excesivas que aquella pone en el pequeño, importando las relaciones que hay entre ellos, que lugar le dan y que gratificaciones ocurren. Pero la imago paterna puede estar deteriorada o ausente porque ha desempeñado un mínimo papel en la vida conyugal y mínimo también como ordenador y referente en la vida mental de su hijo. La madre sin un otro igual a quien desear puede representar un vacío ilimitado, o la falsa promesa de una felicidad total, o la amenaza de muerte física o psíquica.
No me detengo aquí a abundar en el mecanismo por el cual el niño introyecta los objetos y las vivencias asociadas a ellos. Quiero dejar en claro, sin embargo, que se registra tanto la experiencia satisfactoria como la deprivadora. Sus efectos, que comprometen el proceso mismo de la internalización y lo internalizado, hacen presencia en la identidad temprana constituida a partir de su cuerpo.
Al otorgar sentido a la respuesta corporal del niño, la palabra enunciadora tiene un gran poder corriendo el peligro de imponer las propias emociones. El desconocimiento del estado afectivo obtura la vía por la que pueda abrirse un espacio psíquico. Cuando una madre desconoce las señales no verbales de su bebé lo trata de acuerdo a sus propias necesidades, imponiéndole algo ajeno y privándolo de lo que él demanda. Esto hace efecto en síntomas en el cuerpo que pueden ser una respuesta directa; o peor aún, renuncia a emitir tales señales primitivas impidiendo, de esta manera, que se transformen en representaciones. Había referido anteriormente como esto repercute en dificultades para simbolizar lo que tempranamente parte del cuerpo. La alteración en el cuerpo psicosomático muestra como si la palabra nunca hubiera tenido acceso al sujeto, como si hubiera estado ausente. Se produce un modo radical de borrar la angustia. Ello nos permite comprender porque falta el ingrediente emocional, como que hubiera quedado impedido de manera radical. Es la bandera de la no emoción porque en la emoción está el peligro. Cuántas veces no escuchamos decir “me hace daño sentir, me sube la tensión, prefiero que me duela el estómago”. Los síntomas físicos molestan pero no comportan el tormento emocional del sufrimiento psíquico. El padecimiento acude como salvador.
El tránsito que lleva al niño de la dependencia absoluta a la separación incipiente, comporta una vulnerabilidad relevante a la falla materna lo que puede revertirse en una dependencia patológica y llevar a la enfermedad psicosomática. La falla refiere no sólo a la privación sino a la detención o apuro del proceso de desprendimiento. Este tiende a ser malentendido por el niño vivenciándolo como peligroso mientras que la ilusión fusional luce como un arco iris siempre anhelado. El proceso se complica con la presencia de la agresión contra el objeto que frustra, porque al tratarse de momentos lábiles en la diferenciación hijo - madre los desencuentros se toleran mal. La frustración conlleva un ataque que al estar dirigido a la imagen ligada al objeto se traduce en el propio cuerpo. Es así como destruir al otro es destruirse a sí mismo porque objeto y zona del cuerpo es inseparable.
Paso ahora a ilustrar con un material clínico algunas ideas que he venido hilvanando. Carolina, paciente a la que atendí durante tres años, tenía ocho cuando comencé a verla. Me llamó la atención su nombre. Omitido aquí por razones evidentes, aludía a una causa revolucionaria, hecho relacionado con la actividad política del padre.
La trajeron unos tíos, lo que definió desde un principio que la niña tenía dos hogares, el de sus padres y el de sus abuelos. Los choques entre ambos grupos familiares eran notorios por la divergencia en todo la que a la paciente se refería. Esta situación, aunada a la intensificación de las crísis asmáticas que habían comenzado años atrás, decidió a la familia a buscarle ayuda psicoterapéutica. El maltrato físico y la violencia sexual fue una constante en su vida. Obligada a entrar en escenas triangulares invasoras, por la agresión y la exhibición sexual, Carolina creció en un escenario en el que era desconocida en su realidad infantil e individual. Nombre, tiempo, afecto, espacio, faltaron de manera tan dramática, que a pesar del rescate salvador que suponía el esfuerzo sostenido de sus tíos para suplirle lo no tenía con sus padres, no escapó a la división tan marcada que le plantearon ambos medios.
Carolina se presenta con distancia y un trato frío, racional, llamativo en una niña de 8 años. Su discurso bien construido muestra una comprensión lógica hacia todo lo que tenga que ver con sus padres. La madre expresa un franco rechazo por la niña hecho que la paciente disculpa afirmando: “pobrecita, está cansada, trabaja mucho, mi papá no la trata bien”. Disfraza el malestar que le produce la abierta predilección que aquella muestra por el hijo varón, 4 años menor, adoptando ella misma actitudes maternales. Lo cuida, lo viste, le da de comer, para que mamá encuentre todo en orden. En la noche es distinto. Diariamente se va a la cama de los padres, no importa lo que le depare estar allí; pegada a ellos, no existe el abandono. Expuesta a la intimidad de la pareja bloquea su fantasía para construir una elaboración propia. Está demasiado tomada por un real ajeno. En el día están sus tíos, los que la miman, los que la atienden, pero también los que le recuerdan lo que ella quiere borrar. Y así lo que ellos le dan es recibido con un aire fríamente despectivo. “Ahhh!, se preocupan tanto, ni que me fuera a pasar algo, pero ellos son así". Cuando las peleas de los padres cesan la paciente se enferma; muchas de sus crisis asmáticas las superará hospitalizada. Carolina prefiere inventar un escenario invariable en el que la madre es cariñosa con ella, las relaciones entre sus padres mejoran, papá es bueno pero no viene a la casa porque no tiene tiempo, mamá es buena pero está muy ocupada. Si la tonalidad emocional varía porque está muy sobrecargada y se descontrola, Carolina se cuidará de reponerse, restando importancia a lo que pudo haber dicho. Todo es normal, de allí en adelante porta su escudo habitual.
La historia de tanto maltrato contrasta con la apariencia de la niña. El retrato que ella muestra durante un buen tiempo, en su trabajo conmigo, deja fuera todo rastro de temor, derrota o tristeza. Agradable y segura, sostenida por su verbo bien construido y su inteligencia rápida, Carolina es lejana, arrogante, sobrada diría la jerga popular. Competitiva y solitaria es rechazada por sus compañeros de clase ante la postura dictatorial y maltratadora que adopta hacia los otros niños. Tiene problemas en su identidad infantil, en su identidad de niña, disfrazándose con poses de mujer. Los afectos son ignorados, lo que más aparece es su rabia, aunque está negada como si no la sintiera. La hendidura por donde se afloja la paciente es su actitud hacia la madre. Idealizadora de un vínculo de amor presente entre ambas, pretende una escena inexistente que parece actuar en la recurrencia asmática como una vía para aferrarse a una esperanza sin palabras.
En el trabajo psicoterapéutico, Carolina se comunicaba de tal manera que me hacía sentir que estaba frente a una adulta chiquita. Rechazaba la actividad lúdica, eligiendo juegos estructurados que garantizaran una relación no comprometida. La competencia sustituía la asociación y la ocurrencia. Tiempo después comenzaría a dibujar, limitándose a describir escuetamente lo dibujado sin hilvanar trama alguna. Si la invitaba a que me dijera de que se trataba, se ponía en guardia llamándome “preguntona” y cambiando la actividad. Ello me advertía del cuidado que debía tener para acceder a su mundo tan amurallado. Progresiva pero lentamente la paciente empezó a mostrar movimiento y evolución en la representación gráfica. Los dibujos de trazos cuidados y formales daban paso a un colorido más intenso hasta que coparon su producción. La intensidad y el espacio lleno se acompañaban de figuras si se quiere más infantiles, como accediendo más a lo que ella era. Recortando relojes con formas de payaso, barquitos de papel, Carolina se iba soltando. Más tarde empezaría a hablar, a dialogar conmigo. Era capaz de referirse a las dificultades que se le presentaban con otros niños. Intentaría admitir que sus padres tenían problemas o plantearía sus dudas acerca de lo que le pasaba a su madre con ella. A pesar del trastorno psicosomático la paciente fue mostrando una abertura por la cual podía ser hablada y por la cual encontrar el sentido del sufrimiento. Era posible recuperar un mundo de representación, o quizá otorgarlo en el marco del intercambio terapéutico. Me pregunto si al tratarse de una niña que todavía estaba significando experiencias, las posibilidades de rescate fueron más favorables. Lo cierto es que el asma remitió y Carolina pudo ser más la niña sufriente que retenía en su cuerpo.
Cerramos así el proceso que habíamos iniciado un tiempo atrás. No es que no tuviera conflictos, por el contrario su mejoría se trataba de que ahora sí los tenía; pero para ese momento lo más indicado era que Carolina desplegara sus propios recursos para enfrentarlos.
Las investigaciones sostenidas en lo que a asma se refiere, confirman que la confluencia de la presencia orgánica junto a intensas fallas afectivas y carencias tempranas, hacen efecto de agresiones psíquicas que llevarán a que el alergeno y el stress actúen en forma combinada. Carolina se derrumba en el ataque asmático descargando lo insostenible, la supuesta inmunidad a la violencia, al desamor, al abandono y allí devela lo que intenta disociar.
No puedo afirmar que todo desorden psicosomático recoja de manera inequívoca una avalancha traumática y conflictiva como la que presenta este caso, pero si quiero subrayar que las fallas que suceden en el vínculo temprano, pueden cristalizarse en el cuerpo.
Referencias:
Dejours, Ch. (1992): Investigaciones psicoanalíticas sobre el cuerpo, México, Siglo veintiuno, 1992.
Doltó, F. (1986): La imagen inconsciente del cuerpo, Barcelona, Paidós, 1990.
Marty, P. (1992): La psicosomática del adulto, Buenos Aires, Amorrortu, 1992.
McDougall, J. (1989): Teatros del cuerpo, Madrid, Julián Yébenes, 1989.
Un rápido recuento de lo que ha sido la trayectoria en este campo muestra diversas perspectivas para explicar el trastorno corporal que aquí nos ocupa. La consideración circunscrita a factores hereditarios que predisponen como desencadenante de la enfermedad obviando el compromiso emocional no se sostiene y las investigaciones apuntarán a una conflictiva psicodinámica en la entidad psicosomática. Sin embargo, no se logró un soporte teórico suficiente que diera cuenta de que determinaba su naturaleza específica o que explicara que llevaba a que un individuo se organizara como un ser psicosomático. Posteriormente, se producen hallazgos de gran importancia. Bajo la dirección de Marty, (1989) se crea un grupo de investigación y comienza el estudio de la psicosomática como disciplina científica. Definirán un cierto perfil de organización psíquica donde el pensamiento concreto, la falta de matices emocionales en los vínculos y la ausencia de tono vital acompañan una deficiente elaboración mental, condiciones todas que allanan el camino para la somatización. Las divergencias entre los que afirman la presencia de una simbolización particular que hay que develar y los que descartan tal posibilidad al tratarse de patologías que se gestan en épocas muy tempranas de la vida se mantiene. La pregunta por el sentido que tiene toda manifestación psicosomática sigue abierta pero en lugar de la afirmación dualista psique-soma, el enfoque es desde una concepción monista.
Pertenecen a la clínica psicosomática las enfermedades físicas estructuradas con una dimensión real en la que intervienen factores psíquicos o conflictivos. La disposición hereditaria de tipo alérgico e inmunológico hace presencia, hecho siempre reconocido por el psicoanálisis, aún cuando su óptica se dirija a la preponderancia que tiene el medio en la constitución del sujeto basado en el vínculo del niño con su madre. La relación perturbada en este proceso da lugar a patologías diversas entre las que se encuentra la psicosomática. Ello da cuenta del papel que juegan las vicisitudes tempranas que dejarán marca para toda la vida.
Viene al caso hacer una diferenciación muy somera en lo que refiere a los problemas neuróticos y la psicosomática. Los primeros recogen los conflictos que comprometen de manera diversa a una persona pudiendo alcanzar ciertas funciones del cuerpo. La zona afectada es el lugar donde se representará la escena conflictiva. Es el caso de una niña enurética que arrastra un problema de separación con la madre ante sus ausencias por períodos prolongados. El síntoma refiere a lo que busca ser simbolizado, la separación es pensada aunque cause pesar o sea inaceptable. La culpa, el sentimiento de exclusión, tener o no lo que se desea es lo que prevalece.
En la psicosomática, la disfunción remite también a un significado desconocido por el sujeto, pero el sentido tiene que ser buscado en otra parte. El terreno es preparado desde un comienzo cuando se organiza la función corporal. Las vías respiratorias, pongamos por caso, pueden ser el punto de partida de una alteración que se gesta en un intercambio temprano cargado de privación. Se da más en relaciones que refieren a la necesidad cuando se inscriben las primeras vivencias.
En este orden de ideas me ha interesado en particular la perspectiva del cuerpo como lenguaje. La organización inicial llamada muy acertadamente narcisismo fundamental por Dolto (1986), es un soporte indispensable del sujeto humano que refiere a la constitución de la noción de sí mismo y del otro, al sentido de ser, de tener cohesión, de acceder a la descarga, de poder representar, de decodificar progresivamente las señales, de simbolizar. Se trata de un largo camino de adquisiciones que comienzan con un cuerpo y que como bien señala McDougall (1989), refiere a “un cuerpo y una psíque para dos personas”, en tanto no hay y no habrá por un tiempo diferenciación entre el bebé y la madre. Es un período de dependencia absoluta en el que la relación es a través del cuerpo, lugar en el que se darán experiencias del orden de la vida psíquica. La comunicación corporal es directa, preverbal, presimbólica, difícil de traducir en palabras.
La madre provee a su bebé y esas provisiones son fundamentales para la vida biológica y psíquica. Las privaciones a las que es sometido pueden traducir vivencias afectivas y mentales que sobrepasan las defensas incipientes con las que cuenta. Para enfrentarlas responde con lo único que tiene a mano, con su cuerpo, respuesta que recoge un lenguaje no de palabra sino de acción. La modificación funcional aparece pudiendo generar un trastorno orgánico pero es además una manera fija y desviada de comunicación. Así la pequeña habitualmente descuidada, olvidada en la cuna o en el corral modifica la respuesta de la madre en tanto el ataque recurrente de asma obliga a cuidados especiales, a la presencia diligente. Es como si el vínculo se produjera en la enfermedad, fuera de ella la niña no es pensada, queda ausente.
La enfermedad somática implica una comunicación virtual de orden no verbal. La falla materna puede reforzar la dependencia psicológica en la búsqueda de una presencia obligada por la necesidad. Muy lejos ha quedado en este intercambio la “libidinización” o erotización del cuerpo, entendiendo por tal, la introducción de referencias, de nombre, de proyectos que hacen del cuerpo un lugar de deseo y un lugar de placer.
Desde el ángulo de la psicosomática infantil, el acento que pongo en el lenguaje del cuerpo advierte que nos encontramos frente a un sujeto en pleno desarrollo temprano, vulnerable y fácil presa de los efectos de una deficiente interrelación con sus objetos, pero a la vez en proceso de sucesivas significaciones que darán un curso particular de ratificación patológica o de rectificación de las experiencias. Esto marca una diferencia relevante con respecto al adulto, que aunque susceptible de cambio, muestra una mayor definición estructural.
Volvamos ahora al escenario de la relación madre-hijo. Introduzco aquí conceptos de Dolto, (1990) con los cuales coincido y que pueden clarificar algunas ideas pertinentes a nuestra línea de exposición. El esquema corporal refiere a la presencia anatómica natural común a todos los seres humanos. Es el cuerpo actual en la experiencia inmediata que aún cuando puede desarrollarse hasta en condiciones de desamparo afectivo, recogerá los efectos de lo que sucede en el vínculo con la madre como heridas en su propio organismo. El intercambio entre ambos, durante un largo tiempo, ocurrirá en este terreno. La imagen del cuerpo que se irá articulando en la relación sujeto a sujeto depende siempre de un encuentro afectivo, y es el enunciado materno quien introducirá la noción de cuerpo y de sujeto. La palabra es la vía por la que el pequeño ser comenzará el registro de oírse y reconocerse como sujeto y ello sostiene la función simbólica, fundamento de la vida psíquica como modo de representación. En sentido amplio, es hacer presencia, figurar, registrar, distinguir. La imagen del cuerpo se construye en la historia misma del sujeto y le permite experimentarse en un ser él mismo, en una continuidad espacio-tiempo. Si la representación está perturbada da lugar a desordenes fisiológicos. De igual manera, si el recorrido natural que sigue el bebé no es significado con la palabra, se producen fallas, el cuerpo existe solamente como lugar de necesidad.
Es muy frecuente que la angustia por la disfunción somática sea todo lo que puede ser reconocido por el entorno del niño. Al no ser recogido lo que hablan los síntomas, se lo ve únicamente como un cuerpo. Es más que habitual que un cuadro orgánico se escuche como baja de defensas de origen viral o bacterial, por citar un ejemplo. La certeza del diagnóstico ignora, sin embargo, las circunstancias afectivas por las que atraviesa el niño, el regreso de la madre al trabajo, el destete, o un nuevo embarazo. Es como si se excluyera de su mundo la respuesta emocional y en esa medida es negado como sujeto, como si se tratara de un ser sin existencia psíquica. Nos aclara Dejours, (1992) que cuando ocurre una vivencia que el bebé no puede ni descodificar, ni contrarrestar, y que nadie lo hace por él, se produce un hecho de violencia que se traduce en una somatización. Son acontecimientos que sobrecargan su capacidad de tolerancia habitual. La enfermedad se hace necesaria. Representaciones no reconocidas cargadas de excitaciones displacenteras, ahogadas en su expresión, precipitan el camino para el desorden psicosomático.
Los afectos dolorosos o excitantes han sido ignorados por un otro que no da cuenta de ello, lo que hace efecto como peligro de abandono, de vacío, de aniquilación. Toda prueba difícil es una experiencia de supervivencia del cuerpo y es como si el recurso para asimilarla fuera el psiquismo. Allí es donde la palabra de ese otro materno viene en auxilio para decir lo que el cuerpo trata de expresar. El lenguaje lleva al cuerpo a ser imaginarizado, es la vía que se abre a la vida psíquica, lugar de intercambio de sujeto a sujeto, donde se hilvanan las experiencias emocionales, lugar de goce, lugar de deseo. El bebé se hace sujeto accediendo a esa vida psíquica. Es así como se vale de partes del cuerpo, las usa con cierta independencia de su destino original. Dejours, (1992) lo entiende como subversión, término que da cuenta de que manera ciertas zonas son arrancadas de sus dueños originales paro una nueva función, del orden fisiológico de satisfacción de la necesidad al orden psíquico de consecución del placer. Son clásicos los ejemplos del bebé que se queda prendido del pecho de la madre por el mero disfrute que le aporta, o el niño que juega a retener o expeler sus heces cuando y donde mejor le parezca con satisfacciones que rebasan la evacuación como tal. Todo ello da cuenta de la cohesión sujeto-imagen del cuerpo-esquema corporal.
Veamos un poco más de cerca cómo se significa el cuerpo en la dimensión psicosomática. Lo que hemos considerado hasta ahora permite afirmar que el lenguaje “transita” por todo el cuerpo, afirmación ésta de gran importancia porque trae a primer plano la marca de los padres en la organización psíquica del niño. Como el lenguaje, tampoco el pensamiento ni la representación se localizan en el cerebro, circula, por así decirlo. Si bien la situación triangular conformada por los padres y el niño ya existe, la madre marca su carácter de objeto indispensable en tanto se identifica con el bebé, lo reconoce en su cuerpo y le va otorgando sucesivamente palabras, nombrando sus estados emocionales, significando las experiencias, modelando la posibilidad de pensar. El encuentro de una madre con su hijo no puede sostenerse en la sola atención al cuerpo fisiológico. Que ponga palabras, tonalidades, ritmo, modulación aporta la noción de una presencia viva, estimulante, gestadora de la existencia de un sujeto psíquico. El lazo cuerpo- psique es un entretejido que la madre construye a partir de los hilos de los que dispone el niño; mucho más adelante él podrá proseguirlo por su cuenta. Las imágenes que extrae de la experiencia corporal recogen sensaciones placenteras que consolidan la imagen del cuerpo.
A menudo se señala el escaso papel que cumple el padre en la primera infancia, negándose de esta manera su presencia en la escena triádica, el mundo aparte que forma con la madre. Algunos dicen que para el pequeño está detrás o como afirma Dejours, (1992), el bebé se relaciona con la madre y con la amante del padre, lo que quiere decir que el deseo de ésta, no está puesto en el bebé en tanto deseo sexual dirigido al padre. Es como si éste le quitara las cargas excesivas que aquella pone en el pequeño, importando las relaciones que hay entre ellos, que lugar le dan y que gratificaciones ocurren. Pero la imago paterna puede estar deteriorada o ausente porque ha desempeñado un mínimo papel en la vida conyugal y mínimo también como ordenador y referente en la vida mental de su hijo. La madre sin un otro igual a quien desear puede representar un vacío ilimitado, o la falsa promesa de una felicidad total, o la amenaza de muerte física o psíquica.
No me detengo aquí a abundar en el mecanismo por el cual el niño introyecta los objetos y las vivencias asociadas a ellos. Quiero dejar en claro, sin embargo, que se registra tanto la experiencia satisfactoria como la deprivadora. Sus efectos, que comprometen el proceso mismo de la internalización y lo internalizado, hacen presencia en la identidad temprana constituida a partir de su cuerpo.
Al otorgar sentido a la respuesta corporal del niño, la palabra enunciadora tiene un gran poder corriendo el peligro de imponer las propias emociones. El desconocimiento del estado afectivo obtura la vía por la que pueda abrirse un espacio psíquico. Cuando una madre desconoce las señales no verbales de su bebé lo trata de acuerdo a sus propias necesidades, imponiéndole algo ajeno y privándolo de lo que él demanda. Esto hace efecto en síntomas en el cuerpo que pueden ser una respuesta directa; o peor aún, renuncia a emitir tales señales primitivas impidiendo, de esta manera, que se transformen en representaciones. Había referido anteriormente como esto repercute en dificultades para simbolizar lo que tempranamente parte del cuerpo. La alteración en el cuerpo psicosomático muestra como si la palabra nunca hubiera tenido acceso al sujeto, como si hubiera estado ausente. Se produce un modo radical de borrar la angustia. Ello nos permite comprender porque falta el ingrediente emocional, como que hubiera quedado impedido de manera radical. Es la bandera de la no emoción porque en la emoción está el peligro. Cuántas veces no escuchamos decir “me hace daño sentir, me sube la tensión, prefiero que me duela el estómago”. Los síntomas físicos molestan pero no comportan el tormento emocional del sufrimiento psíquico. El padecimiento acude como salvador.
El tránsito que lleva al niño de la dependencia absoluta a la separación incipiente, comporta una vulnerabilidad relevante a la falla materna lo que puede revertirse en una dependencia patológica y llevar a la enfermedad psicosomática. La falla refiere no sólo a la privación sino a la detención o apuro del proceso de desprendimiento. Este tiende a ser malentendido por el niño vivenciándolo como peligroso mientras que la ilusión fusional luce como un arco iris siempre anhelado. El proceso se complica con la presencia de la agresión contra el objeto que frustra, porque al tratarse de momentos lábiles en la diferenciación hijo - madre los desencuentros se toleran mal. La frustración conlleva un ataque que al estar dirigido a la imagen ligada al objeto se traduce en el propio cuerpo. Es así como destruir al otro es destruirse a sí mismo porque objeto y zona del cuerpo es inseparable.
Paso ahora a ilustrar con un material clínico algunas ideas que he venido hilvanando. Carolina, paciente a la que atendí durante tres años, tenía ocho cuando comencé a verla. Me llamó la atención su nombre. Omitido aquí por razones evidentes, aludía a una causa revolucionaria, hecho relacionado con la actividad política del padre.
La trajeron unos tíos, lo que definió desde un principio que la niña tenía dos hogares, el de sus padres y el de sus abuelos. Los choques entre ambos grupos familiares eran notorios por la divergencia en todo la que a la paciente se refería. Esta situación, aunada a la intensificación de las crísis asmáticas que habían comenzado años atrás, decidió a la familia a buscarle ayuda psicoterapéutica. El maltrato físico y la violencia sexual fue una constante en su vida. Obligada a entrar en escenas triangulares invasoras, por la agresión y la exhibición sexual, Carolina creció en un escenario en el que era desconocida en su realidad infantil e individual. Nombre, tiempo, afecto, espacio, faltaron de manera tan dramática, que a pesar del rescate salvador que suponía el esfuerzo sostenido de sus tíos para suplirle lo no tenía con sus padres, no escapó a la división tan marcada que le plantearon ambos medios.
Carolina se presenta con distancia y un trato frío, racional, llamativo en una niña de 8 años. Su discurso bien construido muestra una comprensión lógica hacia todo lo que tenga que ver con sus padres. La madre expresa un franco rechazo por la niña hecho que la paciente disculpa afirmando: “pobrecita, está cansada, trabaja mucho, mi papá no la trata bien”. Disfraza el malestar que le produce la abierta predilección que aquella muestra por el hijo varón, 4 años menor, adoptando ella misma actitudes maternales. Lo cuida, lo viste, le da de comer, para que mamá encuentre todo en orden. En la noche es distinto. Diariamente se va a la cama de los padres, no importa lo que le depare estar allí; pegada a ellos, no existe el abandono. Expuesta a la intimidad de la pareja bloquea su fantasía para construir una elaboración propia. Está demasiado tomada por un real ajeno. En el día están sus tíos, los que la miman, los que la atienden, pero también los que le recuerdan lo que ella quiere borrar. Y así lo que ellos le dan es recibido con un aire fríamente despectivo. “Ahhh!, se preocupan tanto, ni que me fuera a pasar algo, pero ellos son así". Cuando las peleas de los padres cesan la paciente se enferma; muchas de sus crisis asmáticas las superará hospitalizada. Carolina prefiere inventar un escenario invariable en el que la madre es cariñosa con ella, las relaciones entre sus padres mejoran, papá es bueno pero no viene a la casa porque no tiene tiempo, mamá es buena pero está muy ocupada. Si la tonalidad emocional varía porque está muy sobrecargada y se descontrola, Carolina se cuidará de reponerse, restando importancia a lo que pudo haber dicho. Todo es normal, de allí en adelante porta su escudo habitual.
La historia de tanto maltrato contrasta con la apariencia de la niña. El retrato que ella muestra durante un buen tiempo, en su trabajo conmigo, deja fuera todo rastro de temor, derrota o tristeza. Agradable y segura, sostenida por su verbo bien construido y su inteligencia rápida, Carolina es lejana, arrogante, sobrada diría la jerga popular. Competitiva y solitaria es rechazada por sus compañeros de clase ante la postura dictatorial y maltratadora que adopta hacia los otros niños. Tiene problemas en su identidad infantil, en su identidad de niña, disfrazándose con poses de mujer. Los afectos son ignorados, lo que más aparece es su rabia, aunque está negada como si no la sintiera. La hendidura por donde se afloja la paciente es su actitud hacia la madre. Idealizadora de un vínculo de amor presente entre ambas, pretende una escena inexistente que parece actuar en la recurrencia asmática como una vía para aferrarse a una esperanza sin palabras.
En el trabajo psicoterapéutico, Carolina se comunicaba de tal manera que me hacía sentir que estaba frente a una adulta chiquita. Rechazaba la actividad lúdica, eligiendo juegos estructurados que garantizaran una relación no comprometida. La competencia sustituía la asociación y la ocurrencia. Tiempo después comenzaría a dibujar, limitándose a describir escuetamente lo dibujado sin hilvanar trama alguna. Si la invitaba a que me dijera de que se trataba, se ponía en guardia llamándome “preguntona” y cambiando la actividad. Ello me advertía del cuidado que debía tener para acceder a su mundo tan amurallado. Progresiva pero lentamente la paciente empezó a mostrar movimiento y evolución en la representación gráfica. Los dibujos de trazos cuidados y formales daban paso a un colorido más intenso hasta que coparon su producción. La intensidad y el espacio lleno se acompañaban de figuras si se quiere más infantiles, como accediendo más a lo que ella era. Recortando relojes con formas de payaso, barquitos de papel, Carolina se iba soltando. Más tarde empezaría a hablar, a dialogar conmigo. Era capaz de referirse a las dificultades que se le presentaban con otros niños. Intentaría admitir que sus padres tenían problemas o plantearía sus dudas acerca de lo que le pasaba a su madre con ella. A pesar del trastorno psicosomático la paciente fue mostrando una abertura por la cual podía ser hablada y por la cual encontrar el sentido del sufrimiento. Era posible recuperar un mundo de representación, o quizá otorgarlo en el marco del intercambio terapéutico. Me pregunto si al tratarse de una niña que todavía estaba significando experiencias, las posibilidades de rescate fueron más favorables. Lo cierto es que el asma remitió y Carolina pudo ser más la niña sufriente que retenía en su cuerpo.
Cerramos así el proceso que habíamos iniciado un tiempo atrás. No es que no tuviera conflictos, por el contrario su mejoría se trataba de que ahora sí los tenía; pero para ese momento lo más indicado era que Carolina desplegara sus propios recursos para enfrentarlos.
Las investigaciones sostenidas en lo que a asma se refiere, confirman que la confluencia de la presencia orgánica junto a intensas fallas afectivas y carencias tempranas, hacen efecto de agresiones psíquicas que llevarán a que el alergeno y el stress actúen en forma combinada. Carolina se derrumba en el ataque asmático descargando lo insostenible, la supuesta inmunidad a la violencia, al desamor, al abandono y allí devela lo que intenta disociar.
No puedo afirmar que todo desorden psicosomático recoja de manera inequívoca una avalancha traumática y conflictiva como la que presenta este caso, pero si quiero subrayar que las fallas que suceden en el vínculo temprano, pueden cristalizarse en el cuerpo.
Referencias:
Dejours, Ch. (1992): Investigaciones psicoanalíticas sobre el cuerpo, México, Siglo veintiuno, 1992.
Doltó, F. (1986): La imagen inconsciente del cuerpo, Barcelona, Paidós, 1990.
Marty, P. (1992): La psicosomática del adulto, Buenos Aires, Amorrortu, 1992.
McDougall, J. (1989): Teatros del cuerpo, Madrid, Julián Yébenes, 1989.