Alicia Leisse
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El niño y el psicoanalista

​¿Qué es un psicólogo?  ¿Por qué vamos a la psicóloga? ¿Cómo nos ayuda?
 
Hace un tiempo, a la salida de un colegio, los niños se juntaban, esperando que los vinieran a buscar sus padres. Luis corría hacia la salida “. Date prisa, le decía su madre, que vamos a llegar tarde, Ricardo, su compañerito de clase, le pregunto, ¿Y dónde vas con tanto apuro? La madre que alcanzo a escuchar la pregunta, dijo: “Nada, nada que tenemos médico”; pero el chiquillo rápidamente corrigió: “voy al psicólogo” y mirándola agrego: “¿Por qué no puedo decirlo?”
No puede decirse, no lo saben explicar. Como si hablar de ello diera un poco de corte. No sucede cuando se es un arquitecto que diseña casas o una abogada que resuelve rencillas, o un médico que cura dolencias.
Pues, que no es para tanto la cosa; vamos a ver. Si miramos más de cerca, quizá podemos escuchar que es lo que cuesta entender o aun aceptar. Que un niño siente, se pone triste, se enoja, se enferma, se angustia. Que por pequeñín que sea piensa, tiene fantasías u ocurrencias. Que quiere, pero también detesta a su hermanito. Que su madre lo fastidia y le parece la mejor solución que se rompa una pierna y se vaya un rato al hospital y pase allí una temporada. Después vendrá el remordimiento al que   llamamos sentimiento de culpa; y ese animalejo no deja dormir tranquilo y se transforma en miedos y sobresaltos que interrumpen el sueño. A un niño le pasan cosas, como le pasan a un adulto. Tiene perdidas, se le muere un abuelo, se muda de país, pierde a sus amigos, su casa.  Que se orina en la cama ya de 7 años, que tiene pesadillas que lo llevan al cuarto de sus padres y estos o se enojan o lo dejan allí durmiendo sin mirar más despacio que está pasándole. Que tiene asma, cólicos o se enferma muy seguido, que los compañeritos lo rechazan y lo dejan a un lado. Que cree que lo que curiosea está mal, y que mejor no pregunta porque saldrá regañado. Que vive en un mundo donde hay mendigos, desigualdades sociales, políticos corruptos, guerras, emigrantes, y que poco o nada lo animan a hacer preguntas para ayudarlo a entender de que más trata eso que es vivir. La lista es larga, como largo son los sucesos que nos topamos día a día, buenos y no tanto.
Y del lado de los padres, el asunto también se enreda un poco. No entienden por qué a sus niños les suceden cosas; peor aún, no las saben ver o no las pueden ver. Si ellos lo van haciendo bien, si les dedican tiempo, consultan libros y hasta piden orientación. Se les va de las manos, pero se empeñan en que ellos y solo ellos tiene que resolver estos problemas y si no es así, pues el tiempo lo arreglara. Pero no se arregla y algún estropicio queda.
Todavía hoy no es tan común que un niño quiera ir a un psicólogo y más raro aun que su madre lo escuche. Le dirá: “Pero si a ti no te pasa nada, quien más que yo te conozco; además el psicólogo es cosa de locos y aquí en casa nadie lo está. Nada que eso se arregla con una buena tarta, o mejor distráete con la tele”.
Y es que el niño no dice con palabras lo que le pasa, es como si de pequeñín no pudiera alcanzarlas para juntarlas con eso que siente. A ver, que eso también le pasa un poco a los mayores. Se plantan delante de una y dicen: No sé qué tengo, pero sin son ni ton, me saltan las lágrimas. Ayúdeme Ud., dígame que tengo que hacer”.
Así que ahí os tengo una respuesta. Un psicólogo ayuda a mirar que le pasa a un niño y a entender de qué se trata; pero, sobre todo, ayuda a que él lo pueda entender, a poder decirlo, a poder juntar eso que tenía sin armar en su cabeza, a poder defenderse mejor si fuera el caso, o a poder elegir, o a responderle a los grandes; aunque lo amenacen, a no tener en su cuerpo tantos escondites para sus angustias, a tener el espacio suficiente para hacerse muy parecido a como quiere ser.
El niño no habla con las palabras como los grandes; habla con sus juegos. Allí construye escenarios que hablan de sus fantasías, de ese mundillo donde tantas cosas suceden. Y el psicólogo no es que juega con él como lo haría con algún amiguito, es que mira su juego para entender que está diciendo. Me gusta decirlo así: “Pone a hablar a su juego”, le pone palabras a su dibujo”.  Y no es que sea un mago que adivina; es que se ha preparado para hablar con un leguaje único que tienen los niños. Ha aprendido el lenguaje de los símbolos y con ello a cuestas, ambos la psicóloga y el niño construyen otros caminos, menos pesados, más aliviados, pero sobre todo apertrechados con otro equipaje.
 “Ah!, de eso se trata, ahora lo entiendo mejor”
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